El trabajo reproductivo, el trabajo de las mujeres y las relaciones de género en la economía global

Por: Silvia Federici
A la luz de este contexto, debemos preguntarnos qué tal le ha ido al trabajo reproductivo con las transformaciones de la economía global, y cómo estos cambios han remodelado la división sexual del trabajo y las relaciones entre hombres y mujeres. También aquí sobresale la diferencia substancial entre producción y reproducción. La primera diferencia que hay que tener en cuenta es que mientras que la producción ha sido reestructurada mediante un salto tecnológico en las áreas claves de la economía mundial, no se ha producido ningún avance tecnológico en la esfera del trabajo doméstico que reduzca significativamente el trabajo socialmente necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo, pese al masivo incremento de mujeres empleadas fuera del hogar. En el Norte, el ordenador personal ha penetrado en la esfera reproductiva de gran parte de la población, permitiendo que comprar, socializarse, adquirir gran parte de la información e incluso algunas formas de trabajo sexual puedan hacerse hoy en día en red. Ciertas compañías japonesas están promoviendo la robotización del acompañamiento y de la amistad. Entre sus inventos se encuentran los «robots enfermeras» que pueden bañar a los mayores y los amantes interactivos personalizados en función de los gustos y fantasías de los clientes, que estos ensamblarán en sus hogares. Pero ni siquiera en los países más desarrollados tecnológicamente se ha producido una disminución significativa del trabajo doméstico. En vez de ello, el trabajo doméstico ha sido mercantilizado, redistribuido sobre los hombros de las mujeres inmigrantes del Sur y de los antiguos países socialistas. Y las mujeres continúan haciendo la mayor parte de dicho trabajo. Al contrario de lo que sucede con la producción en otros campos, la producción de seres humanos es irreducible en gran medida a la mecanización, ya que requiere de un alto grado de interacción humana y de la satisfacción de complejas necesidades en las que elementos físicos y afectivos se encuentran inextricablemente unidos. Que la reproducción humana es un trabajo intensivo es más evidente todavía en el cuidado de los niños y de los mayores, que requiere, incluso en sus elementos más físicos, de la provisión de una sensación de seguridad, consuelo, anticipación de los miedos y deseos. Ninguna de estas actividades es puramente «material« o «inmaterial», no es posible fraccionarlas de manera que puedan ser mecanizadas o reemplazadas por un flujo virtual de comunicación internáutica.
Esta es la razón por la que, más que ser tecnificados, el trabajo doméstico y el trabajo de cuidados han sido redistribuidos y cargados sobre las espaldas de diferentes sujetos mediante su comercialización y globalización. Al incrementarse la participación de las mujeres en el trabajo asalariado, especialmente en el Norte, grandes cuotas de trabajo doméstico se han visto externalizadas del hogar y reorganizadas mercantilmente mediante el aumento de la industria de servicios, que a día de hoy constituye el sector económico dominante desde el punto de vista del empleo asalariado. Esto quiere decir que se consumen más comidas fuera del hogar, que se lava más ropa en las lavanderías o en tintorerías, y que se compra más comida precocinada lista para su consumo.
También se ha producido un descenso en las actividades reproductivas como consecuencia del rechazo de las mujeres a la disciplina inherente al matrimonio y la crianza de los niños. En Estados Unidos, el número de nacimientos ha caí- do de los 118 nacimientos por cada mil mujeres durante los años sesenta hasta los 66,7 de 2006, y se ha producido un incremento en la edad de las madres primerizas de los 30 años en 1980 a los 36,4 en 2006. El descenso del crecimiento demográfico ha sido especialmente importante en Occidente y en Europa oriental, donde en algunos países (por ejemplo Italia y Grecia) la «huelga» de las mujeres contra la procreación continúa, dando como resultado un régimen de crecimiento demográfico cero, que está incrementando la preocupación entre los políticos, y que es el factor oculto y primordial tras los llamamientos en pro de la expansión de la inmigración. También se ha producido una disminución en el número de matrimonios y parejas casadas en EEUU, del 56 % de los hogares en 1990 al 51 % en 2006, y a la vez se ha incrementado el número de personas que viven solas ―si trasladamos las cifras a Estados Unidos, un aumento de siete millones y medio: de veintitrés millones de personas que vivían solas a treinta millones y medio― en un treinta por ciento.
Más significativo todavía es que, en el periodo subsiguiente al ajuste estructural y la reconversión económica, se haya producido a nivel internacional una reconversión del trabajo reproductivo por la cual gran parte de la reproducción metropolitana ahora la llevan a cabo mujeres inmigrantes provenientes del Sur global, especialmente en lo relativo al cuidado de los niños y los ancianos y en la reproducción sexual de los trabajadores masculinos. Desde muchos puntos de vista esto ha supuesto un desarrollo extremadamente importante. Sin embargo, dentro de los círculos feministas, las implicaciones políticas de las relaciones de poder que crea entre mujeres y de los límites que surgen de esta mercantilización de la reproducción todavía no se han asumido ni comprendido del todo. Si bien los gobiernos festejan la «globalización de los cuidados», que les permite reducir la inversión en reproducción, queda claro que esta «solución» acarrea un tremendo coste social, no solo para las mujeres inmigrantes de manera individual sino también para las comunidades de las que son originarias.
Ni la reorganización del trabajo reproductivo bajo un prisma mercantil, ni la «globalización de los cuidados», ni mucho menos la «tecnologización» del trabajo reproductivo, han «liberado a las mujeres» ni eliminado la explotación inherente al trabajo reproductivo en su forma actual. Si utilizamos una perspectiva global se puede observar que no solo las mujeres siguen cargando con la mayor parte del trabajo doméstico en todos los países, sino que además, y debido a los recortes en servicios sociales y a la descentralización de la producción industrial, la cantidad de trabajo doméstico que realizan, remunerado y no remunerado, se ha incrementado, incluso para las mujeres que tienen otro trabajo fuera de casa.
Tres factores principalmente han provocado el alargamiento de la jornada laboral de las mujeres y el aumento de trabajo en el hogar. Primero, que las mujeres han actuado como parachoques de la globalización económica, compensando con su trabajo el deterioro de las condiciones económicas producido por la liberalización de la economía mundial y el incremento en desinversión social acometido por los Estados. Especialmente crudo ha sido su efecto en los países sujetos a los programas de ajuste estructural en los que el Estado ha reducido totalmente el gasto en salud, educación, infraestructuras y necesidades básicas. Como consecuencia de estos recortes, en la mayor parte de África y Sudamérica, las mujeres deben gastar ahora más tiempo de lo que empleaban antes en la obtención de agua y en la preparación de alimentos, y además deben lidiar con enfermedades más frecuentes ya que la privatización de la sanidad ha vuelto prohibitiva para la mayoría la posibilidad de acudir a las clínicas, a la vez que la malnutrición y la destrucción medioambiental han incrementado la vulnerabilidad de las personas frente a las enfermedades.
En Estados Unidos, también, debido a los recortes presupuestarios, muchas de las tareas que se hacían en los hospitales y otros organismos públicos, han sido privatizadas y transferidas a los hogares, ocultando el trabajo no asalariado de las mujeres. Hoy en día, por ejemplo, los pacientes son dados de alta casi nada más finalizar la cirugía y enviados a casa, siendo el hogar el que debe absorber un abanico de tareas médicas postoperatorias y terapéuticas (como por ejemplo con los enfermos crónicos) que en el pasado habrían realizado enfermeras profesionales y doctores. La asistencia pública a los mayores (limpieza y cuidados domésticos, cuidados personales) también se ha visto recortada, y los servicios que proveía, reducidos.
El segundo factor que ha devuelto la centralidad al trabajo doméstico en el hogar ha sido la expansión del «trabajo en casa» debido parcialmente a la descentralización de la producción industrial y la expansión del trabajo informal. Tal y como David Staples describe en “No Place Like Home” (2006), lejos de ser una forma anacrónica de trabajo, el trabajo en casa ha demostrado ser una estrategia capitalista a largo plazo, que hoy en día ocupa a millones de mujeres y niños en todo el mundo, en ciudades, pueblos y suburbios. Staples señala acertadamente que el trabajo se está redirigiendo de una manera inexorable hacia el hogar mediante el incremento del trabajo en casa, en el sentido de que mediante una organización laboral basada en el modelo doméstico, los empresarios pueden hacerlo invisible, minar los esfuerzos de sindicarse de los trabajadores y reducir hasta el mínimo los salarios. Muchas mujeres eligen este tipo de trabajo en un intento de conciliar la obtención de un salario con el cuidado de sus familias; pero el resultado es la esclavización a un trabajo que proporciona un salario «muy lejos del salario medio que se pagaría por la misma tarea en su lugar de producción habitual, y que reproduce la división sexual del trabajo anclando aún más profundamente a las mujeres al trabajo doméstico».
Por último, el aumento en el empleo femenino fuera del hogar y la reestructuración de la reproducción no han eliminado las jerarquías laborales de género. Pese al aumento del desempleo masculino, las mujeres todavía ganan solo una fracción de lo que ganan los hombres. También hemos sido testigos de un incremento en la violencia contra las mujeres, impulsada en parte por la competición económica, en parte por la frustración que los hombres experimentan al no ser capaces de cumplir su rol como proveedores de la familia, y más importante todavía, impulsados por el hecho de que los hombres ahora tienen menos control sobre los cuerpos y el trabajo de las mujeres, ya que muchas más mujeres disponen de su propio dinero y pasan más tiempo fuera del hogar. En un contexto en el que el descenso salarial y la extensión del desempleo hacen que les sea más difícil tener una familia, muchos hombres utilizan los cuerpos de las mujeres como moneda de intercambio y de acceso al mercado mundial, mediante la organización de la pornografía y la prostitución.
El aumento de la violencia contra las mujeres es difícil de cuantificar y lo significativo de su aumento se aprecia mejor cuando la consideramos en términos cualitativos, desde el punto de vista de las nuevas formas que ha tomado. En muchos países, bajo el impacto del ajuste estructural toda la estructura familiar se ha desintegrado. Muchas veces ocurre de mutuo consentimiento ―cuando uno de los dos o ambos progenitores migran o se separan en busca de algún tipo de ingreso económico. Pero muchas veces, supone un hecho aún más traumático cuando, por ejemplo frente a la pauperización y el empobrecimiento, los maridos abandonan a sus mujeres e hijos. En algunos lugares de África y la India, también se han registrado ataques a mujeres mayores, que se han visto expulsadas de sus hogares e incluso han sido asesinadas después de ser acusadas de brujería o de estar poseídas por el diablo. Este fenómeno probablemente refleja una crisis familiar aún más grave en lo relativo al apoyo a las personas mayores, quienes ya no son vistas como seres productivos sino como una carga frente a la rápida disminución de recursos. Es significativo que estos actos aparezcan asociados al desmantelamiento en curso de los sistemas de propiedad comunal de las tierras. Pero también es una manifestación de la devaluación que el trabajo reproductivo y los sujetos que lo producen han sufrido frente a la expansión de las relaciones monetarias.
Otros ejemplos de violencia contra las mujeres visibles en el desarrollo de la globalización han sido el aumento de asesinatos de viudas en la India, el aumento del tráfico de mujeres y de otros métodos de trabajo sexual coaccionado, además del escalofriante aumento de mujeres asesinadas o desaparecidas. Cientos de mujeres jóvenes, la mayor parte de ellas trabajadoras de las maquilas, han sido asesinadas en Ciudad Juárez y en otras ciudades fronterizas entre México y Estados Unidos, aparentemente víctimas de violaciones o de redes criminales que producen y trafican con pornografía y snuff movies. También se ha producido un importante incremento del número de mujeres asesinadas en México y Guatemala. Pero sobre todo lo que ha aumentado ha sido la violencia institucional: la violencia de la pauperización absoluta, de las condiciones laborales inhumanas, de la migración en condiciones de clandestinidad. Si bien no se debe obviar que esta migración también puede observarse desde el punto de vista de la revuelta, de una búsqueda de mayor autonomía y autodeterminación, de relaciones de poder más favorables, a través de la huida del hogar.
De este análisis debemos extraer diferentes conclusiones y reflexiones. Primero, que la lucha por el trabajo asalariado o por «unirse a la clase trabajadora en el lugar de trabajo» como le gusta denominarlo a algunas feministas marxistas, no es el camino a la liberación. El trabajo asalariado puede ser una necesidad pero no puede considerarse una estrategia política coherente. Mientras que el trabajo reproductivo siga devaluado, mientras siga considerándose una tarea privada y responsabilidad exclusiva de las mujeres, estas siempre tendrán menos poder que los hombres para oponerse al Estado, y permanecerán en condiciones de extrema vulnerabilidad social y económica. También es importante reconocer que existen serios límites al desarrollo del esquema mercantil a partir del cual se puede reorganizar el trabajo doméstico y reproductivo. Como, por ejemplo, ¿hasta qué punto podemos reducir o mercantilizar el cuidado de los hijos, los mayores o los enfermos sin imponer un gran coste a aquellos que están necesitados de cuidados? El grado de deterioro de nuestra salud al que nos ha llevado la mercantilización de la producción alimentaria (con aumentos de la obesidad incluso entre los niños) es bastante significativo. En lo tocante al trabajo reproductivo, la «solución» de traspasar esta carga a otras mujeres, tal y como se está haciendo hoy en día, tan solo crea nuevas desigualdades entre las mujeres y alarga la crisis reproductiva, al desplazarla temporalmente sobre las familias de aquellas mujeres que trabajan como cuidadoras asalariadas.
Lo que necesitamos es un resurgimiento y un nuevo impulso de las luchas colectivas sobre la reproducción, reclamar el control sobre las condiciones materiales de nuestra reproducción y crear nuevas formas de cooperación que escapen a la lógica del capital y del mercado. Esto no es una utopía, sino que se trata de un proceso ya en marcha en muchas partes del planeta y con posibilidades de expandirse frente a la perspectiva de un colapso del sistema financiero mundial. Los gobiernos están usando la crisis para intentar imponer regímenes de austeridad en nuestras vidas durante los próximos años. Pero mediante las ocupaciones de tierras, la agricultura urbana, la agricultura comunitaria, mediante las ocupaciones de viviendas, la creación de diversas formas de trueque y redes de intercambio, de ayuda mutua, de sistemas sanitarios alternativos ―por nombrar tan solo algunos de los campos en los que está más desarrollada esta reorganización del trabajo reproductivo― está emergiendo un nuevo modelo económico, que tal vez pueda transformar la concepción impuesta sobre el trabajo reproductivo, rompiendo con su actual estructuración como tarea opresiva y discriminatoria y redescubriéndola como el campo de trabajo más liberador y creativo para la experimentación de las relaciones humanas.
Como he afirmado, esto no es una utopía. Las consecuencias de la economía mundial globalizada podrían haber sido ciertamente mucho más nefastas de no ser por el esfuerzo de millones de mujeres para asegurar el sustento a sus familias, sin importarles el valor que se les concede dentro del mercado capitalista. Mediante sus actividades de subsistencia, así como de diferentes métodos de acción directa (desde la ocupación de tierras públicas a la agricultura urbana), las mujeres han ayudado a sus comunidades a evitar la desposesión total, estirando los presupuestos y llenando de comida las ollas. Pese a las guerras, las crisis económicas y las devaluaciones, mientras que el mundo se caía a pedazos a su alrededor, las mujeres han continuado plantando maíz en campos abandonados, cocinando alimentos para venderlos en los arcenes de las carreteras, creando cocinas comunales ―ollas comunes como en Chile y en Perú―, interponiéndose de este modo a la mercantilización de la vida y dando pie a procesos de reapropiación y recolectivización de la reproducción, indispensables si queremos recuperar el control sobre nuestras vidas. Los movimientos Occupy y de toma de las plazas de 2011 suponen de alguna manera una continuación de estos procesos ya que las «multitudes» han comprendido que ningún movimiento se puede mantener si no hace de la reproducción de aquellos que en él participan su eje central, transformando de esta manera la manifestaciones de protesta en momentos de reproducción y cooperación colectivas.

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