Borís Kagarlitski
Tras los sucesos de 1989-1991 el socialismo marxista, que
quince o veinte antes parecía ser una fuerza considerable, se ha convertido de
nuevo en un fantasma. Involucrando todos los esfuerzos de varios exorcistas
profesionales, se han producido constantes intentos de dar a Marx su reposo
definitivo. Pero el fantasma sigue aquí.
Jacques Derrida, en su controvertido
libro Espectros de Marx, aconsejaba a sus lectores que recordaran el
Manifiesto Comunista, escrito en 1848.
” Hoy, casi un siglo y
medio más tarde, son numerosos los que, en todo el mundo, parecen también
angustiados por el espectro del comunismo, igualmente convencidos de que no se
trata sino de un espectro sin carne, sin realidad presente, sin efectividad,
sin actualidad, pero esta vez de un espectro presuntamente pasado. Sólo fue un
espectro, una ilusión, una fantasía o un fantasma. (Horatio saies, ’tis but our
Fantasie’, And will not let beleefe take hold of him). Suspiro de alivio todavía inquieto: ¡actuemos de manera que, en el
porvenir, no regrese! En el fondo, el espectro es el porvenir, está siempre por
venir, sólo se presenta como lo que podría venir o (re)aparecer: en el
porvenir, decían las potencias de la vieja Europa en el siglo pasado, es
preciso que no encarne. Ni en público ni en secreto. En el porvenir, se oye hoy
en día, es preciso que no re-encarne: no se le debe permitir que (re)aparezca,
puesto que ha pasado. Es pasado.”(1).
Cuanta más vida hay en
las opiniones de Marx, más natural parece el deseo de enterrarlas. Nadie se
esfuerza en “enterrar a Hegel” o en refutar a Voltaire, ya que está claro que
sus “ismos” pertenecen al pasado. Las ideas de los filósofos del pasado se han
disuelto dentro de las teorías modernas. Con Marx no ha sucedido eso, ni puede
suceder, dado que la sociedad que él analizó, criticó y quiso cambiar todavía
está viva. En este sentido, el final del Marxismo sólo puede llegar con el
final del capitalismo.
Las conclusiones
categóricas y rotundas del gran economista crean malestar. Se lo ponen difícil
a la gente que busca compromisos con el orden capitalista para llevar a cabo
políticas moderadas y flexibles, y, en último análisis, constituyen un
veredicto moral sobre tales individuos. Por ese motivo, el deseo de revisar el
marxismo surgió casi simultáneamente a la aparición de los partidos obreros
parlamentarios.
Para moderarse, el
socialismo tuvo que pasar a través del revisionismo. Si el marxismo pertenece
al pasado, entonces sus conclusiones más duras perdido su importancia moral
para la sociedad contemporánea. Todo lo que queda del socialismo histórico es
un conjunto de “valores” generales que cada cual es libre de interpretar como
desee. Es bastante obvio que el capitalismo cambia, y que resulta inútil librar
sobre él con la ayuda de citas de libros escritos durante el pasado siglo. Ni
la moderación ni el compromiso son pecados en sí mismos. En condiciones
políticas particulares, cualquier partido serio está condenado a buscar
compromisos. En política no debe ignorarse la relación de fuerzas.
Pero la gente ideologiza
su práctica a su manera, en su moda peculiar propia, y convierte las
justificaciones de las acciones actuales en ideología del futuro. Esto
significa que una coyuntura política que es desventajosa para nosotros se
transforma en un estado de cosas ideal, una desviación forzosa en una sabia
estrategia, y la debilidad en valentía. Allá donde esto ha ocurrido, las
derrotas se han hecho irreversibles y la debilidad táctica se ha transformado
en impotencia estratégica, mientras que el objetivo del movimiento ya no es la
transformación de la sociedad sino la más exitosa adaptación a ella.
Hay cierto sabor de
contabilidad comercial en el mismo término de revisionismo. No nos referimos a
un repensamiento del marxismo, a una crítica de él, sino a un cálculo mecánico
de la liquidez teórica disponible, o del “debe” y el “haber” de la doctrina.
Tras esta contabilidad, pueden seguir siendo usados algunos “valores”
remanentes, mientras que los productos ideológicos caducados son anotados como
chatarra. En esta rigidez y en esta “pasión por lo concreto”, los revisionistas
son muy semejantes al más conservador de los ortodoxos. La única diferencia
reside en que este último se agarra a cada artículo de la ideología, tratando
de probar, como anciano inquilino, que debe guardarse dentro de casa “por si
acaso…”, mientras que los ideólogos revisionistas intentan vaciar el edificio
desechando lo antes posible todo lo “superfluo”.
El método analítico del
revisionismo podría denominarse como descriptivo. Comparando la descripción de
uno u otro fenómeno social en el marxismo clásico con la realidad moderna, las
revisionistas concluyen, muy razonablemente, que hay diferencias. Cuando este
estudio concluye, las diferencias constatadas son vistas como razones en sí
mismas para rechazar las conclusiones de Marx. No hay análisis en el sentido
preciso de la palabra; se trata, simplemente, de un pensamiento superfluo. El
problema es que esa realidad sigue cambiando. Los sucesos y procesos descritos
por los revisionistas también se desvanecen en el pasado, sometiendo también a
duda sus propias conclusiones.
Históricamente, el
discurso revisionista fue muy importante para el desarrollo del pensamiento
socialista. El revisionismo de Bernstein fue el punto de partida para Lenin,
Trotsky, Gramsci… Los debates sobre la pertinencia del marxismo, periódicamente
recurrentes, y las más recientes revisiones marcan la aproximación a un punto
de inflexión en la historia del movimiento socialista y del pensamiento
socialista. Estas discusiones dan indiscutible testimonio de la crisis del
marxismo o de sus interpretaciones dominantes, incluyendo las versiones
revisionistas.
Desde que, a mediados de
los 80, el oficialista mundo académico soviético rechazó sus enfoques ortodoxos
anteriores, diversos escritores han tratado de resumir las conclusiones
generales del revisionismo y dotarlas de un trasfondo teórico. Vladislav
Inozemtsev escribe que, durante el siglo XX, en Occidente “se han
regenerado de un modo fundamental las bases internas del sistema social, a
veces en un grado mayor que donde los torbellinos de la revolución y la guerra
civil han penetrado”. Según Inozemtsev, “después de la Gran
Depresión y la Segunda guerra mundial, la sociedad occidental experimentó
cambios que, aunque no eran especialmente perceptibles para el observador
superficial, la habían colocado, ya a mediados de los 60, fuera de los límites
propios del sistema de capitalista”. La sociedad occidental habría entrado en
una fase transicional, y todos los cambios subsiguientes tendrían lugar “de
forma evolutiva”(2). En el curso de esta evolución todas las metas del
viejo socialismo marxista habrían sido logradas, pero sin sublevaciones, sin
guerra de clases, sin expropiaciones u otras cosas desagradables, aunque no,
evidentemente, sin conflictos sociales y políticos, cosa que ni siquiera el
escritor más moderado podría negar.
Esta referencia a los
años 60 es muy significativa un libro que apareció en los 90. El trabajo no
contiene ningún análisis del neoliberalismo o de las reformas en Europa
Oriental, aunque parece que el autor, viviendo en Rusia, difícilmente podría no
haber notado estos fenómenos. Pero el problema no es de olvido, sino de
metodología. Ese tipo de argumentación es también característica de otros
escritores. Reconociendo los servicios prestados por Marx en la historia de
pensamiento social, el editor-jefe de la muy conocida revista académica Polis, I.K.
Pantin, escribe: “El curso subsiguiente de historia ha mostrado, sin
embargo, que muchos de los problemas de la sociedad burguesa señalados por Marx
han comenzado a ser resueltos cuando la producción capitalista se ha
desarrollado (aumentos de salario, crecimiento del consumo masivo, legislación
de bienestar social, unificación de capital y de las fuerzas de gobierno a nivel
nacional e internacional, intervención del Estado en la economía, etc.. Cada
vez más frecuentemente, debe reconocerse que los cánones de la crítica marxista
de capitalismo corresponden más al pasado que al presente, y menos aún al
futuro”(3).
Los genuinos cambios que
tuvieron lugar en el capitalismo occidental durante los años 60 fueron
percibidos por las escuelas revisionistas como el fin de capitalismo
tradicional. Eduard interpretó de forma similar los cambios ocurridos en la
sociedad occidental durante su propio tiempo, aunque hay que reconocer en su
honor que él se prohibió extraer las simples conclusiones abrazadas después por
las posteriores escuelas revisionistas. Pero, mientras describían la “nueva
realidad”, ninguno de los revisionistas notó como ésta envejecía. Por doquier,
el Estado de Bienestar comenzó a entregar sus conquistas. Los mecanismos de
mercado comenzaron cada vez más a liberarse de cualquier forma de regulación,
estatal o internacional. Mientras que la propiedad privada se afirmó como un
principio sagrado y universal.
Los cambios tecnológicos
no dieron a luz “la economía de creatividad libre”, sino “la economía de fuerza
laboral barata”. La intensidad de la explotación aumentó. La dependencia de
trabajadores ante las direcciones de las empresas comenzó a crecer, y los
salarios disminuyeron, no solamente en los países en desarrollo y los estados
ex-comunistas, sino también, desde mediados de los 90, en varios países
occidentales.
Los teóricos
revisionistas han preferido ignorar el neoliberalismo o presentarlo como un
fenómeno temporal que, simplemente, hace más complejo el desarrollo, en general
armonioso, de la sociedad. Pero el neo-liberalismo no es un “zig-zag de
desarrollo”, ni un error de los políticos, sino la ruta principal de la evolución
del capitalismo. Su esencia yace en el hecho que la sociedad burguesa no puede
permitirse mantener por más tiempo los logros sociales de décadas previas.
Aunque los socialdemócratas hayan señalado correctamente que el volumen de
recursos que la sociedad asigna para resolver sus problemas sociales ha
aumentado significativamente comparado a los años 60, esto es irrelevante
frente a lo esencial: que, en la medida que el capitalismo se convierte en
sistema mundial, es inevitable que se haga más duro y más despilfarrador.
La reacción que se
desarrolla tras 1989 difirió de todas las reacciones anteriores en que logró
presentarse a sí misma como si de “progreso” y “modernización” se tratase.
“En la jerga socialista
los términos izquierda y progresista han sido virtualmente sinónimos”, escribe
el historiador británico Willie Thompson. La idea de progreso ha dominado el
conocimiento moderno, y la ideología y la práctica de la izquierda se ha
percibido como la expresión más consistente de esta idea. Como resultado, “la
izquierda, ampliamente definida, tendió, a excepción de los años de predominio
fascista entre 1933 y 1942, a nadar a favor de la marea cultural y llevar la
iniciativa política; la derecha, pese a los muchos éxitos que alcanzó, parecía
estar permanentemente a la defensiva, o, desde 1945, forzada a a adoptar la
postura si no puedes ganarles, únete a ellos. La creencia de que la
historia está de nuestro lado puede ser un mito consolador, pero es
significativo que ese tipo de consuelo sólo estaba disponible para la
izquierda, mientras que la derecha debía conformarse con la nostalgia”(4).
Todo ha cambiado
radicalmente desde mediados de los 80. Por primera vez desde el siglo XIX, la
burguesía adquirió una ideología ofensiva. El neoliberalismo triunfante se
presenta a sí mismo como una fuerza que ayuda a la modernización y al
dinamismo, acusando al movimiento obrero, a la izquierda y a los sindicatos de
conservadurismo, de ser hostiles al progreso técnico y de querer sacrificar el
futuro en aras de la prosperidad inmediata y de los “privilegios”. A la vez, se
ha agrietado la confianza hacia el progreso en sí mismo. La crítica ecologista,
feminista y postmodernista de la ideología dominante no se ha basado sobre un
concepto más radical de progreso, sino sobre una duda profunda hacia el
progreso como tal. Esto representó un natural y comprensible replanteamiento de
la experiencia histórica de los siglos XIX y XX(5). Pero para la izquierda este
cambio de humor en la sociedad fue catastrófico. “Con este cambio de
perspectiva, la principal ciudadela cultural de la izquierda ha caído en manos
de sus enemigos, con consecuencias mucho más lesivas que cualquiera de las
derrotas específicas que la izquierda ha sufrido en el campo político”(6) .
Como han señalado los teóricos
del PDS alemán, durante el decenio de 1990 la propaganda neoliberal se las ha
apañado para mostrar como obstáculos a la modernización y el progreso
precisamente a las mismas estructuras y relaciones que antes se usaban como
prueba de la naturaleza “civilizada” del capitalismo(7), lo que está
relacionado con el hecho de que el período de reacción social a escala mundial
ha también sido un tiempo de renovación tecnológica. Esto, en sí, no es nada
nuevo; algo similar ocurrió en la primera mitad del siglo XIX durante las
etapas iniciales de la revolución industrial. Solamente más tarde, y de forma
retrospectiva, quedó claro que las nuevas tecnologías no fortalecen las
posiciones de las elites reaccionarias triunfantes, sino que las socavan. A
principios del siglo, la introducción de nuevas máquinas fue acompañada
directamente por la derrota del republicanismo burgués, por un debilitamiento
dramático de la posición social de los trabajadores asalariados y por la
instalación de un “nuevo orden mundial” dentro de la estructura de la Santa
Alianza, primer precursor de las Naciones Unidas.
Por paradójico que pueda parecer visto en retrospectiva, la primera consecuencia social de la revolución industrial fue un debilitamiento marcado de la posición de la clase obrera. El economista estadounidense Fred Block indicó: “En las industrias con bases artesanas, como la seda de Lyon o la cuchillería de Sheffield, los trabajadores eran peculiarmente capaces de ejercer una buena capacidad de presión en su lugar de trabajo gracias a su conocimiento artesano y a sus fuertes vínculos de solidaridad colectiva. Además, el hecho de que tuvieron un saber artesano hizo su posición bastante diferente a la de otros trabajadores. Aunque a veces tuvieran que sufrir un desempleo provocado por el ciclo comercial, era menos probable que tuvieran que aceptar cualquier trabajo que se les ofreciese. Su habilidad en el oficio les dio protección frente a la coacción del patrón y del mercado”(8). Sobre esta base, Block deduce igualmente que no era inevitable que la transición a una economía moderna se basase en la fabricación en serie y el trabajo descualificado típicos de la segunda mitad del siglo XIX, ya que existía un “camino alternativo, basado en una producción especializada y en habilidades artesanas”(9).
Marx también señaló los logros sociales excepcionales de los trabajadores británicos en vísperas de la revolución industrial, pero en su opinión el deseo de los empresarios de liberarse de los dictados de los trabajadores y de someter a éstos a nuevas relaciones laborales más ventajosas para el capital, actuó como uno de los estímulos para la introducción masiva de nuevas máquinas durante la revolución industrial. Como resultado de la revolución industrial, la clase obrera europea sufrió una derrota histórica.
Por paradójico que pueda parecer visto en retrospectiva, la primera consecuencia social de la revolución industrial fue un debilitamiento marcado de la posición de la clase obrera. El economista estadounidense Fred Block indicó: “En las industrias con bases artesanas, como la seda de Lyon o la cuchillería de Sheffield, los trabajadores eran peculiarmente capaces de ejercer una buena capacidad de presión en su lugar de trabajo gracias a su conocimiento artesano y a sus fuertes vínculos de solidaridad colectiva. Además, el hecho de que tuvieron un saber artesano hizo su posición bastante diferente a la de otros trabajadores. Aunque a veces tuvieran que sufrir un desempleo provocado por el ciclo comercial, era menos probable que tuvieran que aceptar cualquier trabajo que se les ofreciese. Su habilidad en el oficio les dio protección frente a la coacción del patrón y del mercado”(8). Sobre esta base, Block deduce igualmente que no era inevitable que la transición a una economía moderna se basase en la fabricación en serie y el trabajo descualificado típicos de la segunda mitad del siglo XIX, ya que existía un “camino alternativo, basado en una producción especializada y en habilidades artesanas”(9).
Marx también señaló los logros sociales excepcionales de los trabajadores británicos en vísperas de la revolución industrial, pero en su opinión el deseo de los empresarios de liberarse de los dictados de los trabajadores y de someter a éstos a nuevas relaciones laborales más ventajosas para el capital, actuó como uno de los estímulos para la introducción masiva de nuevas máquinas durante la revolución industrial. Como resultado de la revolución industrial, la clase obrera europea sufrió una derrota histórica.
Solamente más tarde, una
vez que el movimiento obrero ganó fuerza gracias al ascenso del sindicalismo
moderno y la aparición de los primeros partidos socialistas primeros, esa
reacción cedió el camino a un nuevo auge revolucionario. La experiencia del
siglo que siguió ha quedado fijada en una peculiar pieza de la mitología del
movimiento obrero. Tengo en mente dos errores sumamente peligrosos. En primer
lugar, los trabajadores y sus ideólogos llegaron a convencerse de que cualquier
desarrollo tecnológico e industrial fortalecía su posición. En segundo lugar,
socialistas o comunistas, reformistas o revolucionarios, veían la historia como
un proceso rectilíneo de aproximación constante hacia formas de organización
social más “avanzadas”. Las fuerzas de la reacción podrían, sin ninguna duda,
atrasar o incluso frenar este proceso, pero no arrebatar las “irrevocable”
conquistas de los trabajadores.
Lo infundado de ambas
tesis se ha demostrado durante los años 90. En este sentido, las derrotas sufridas
por las fuerzas de la izquierda durante este período han sido mucho más serias
y desmoralizadoras que todos los golpes anteriores recibidos durante el siglo
XX. Se ha revelado que la historia no se mueve en línea recta. El desplome de
las ilusiones históricas del movimiento obrero y de la izquierda ha ido
acompañado por una crisis inaudita de valores y de pérdida de confianza en sí
mismo, aunque las únicas estrategias realmente derrotadas han sido las
rectilíneas, basadas en una visión mecanicista del progreso social.
Es importante constatar
que los revisionistas de los años 80 y 90 han subestimado el significado y la
escala de la reacción neoliberal, de forma similar a como, en los 60, los
marxistas ortodoxos estuvieron poco dispuestos a reconocer los cambios que
estaban produjéndose. Los acontecimientos de la década de 1990 han mostrado que
si la naturaleza subyacente del capitalismo ha cambiado, estos cambios han sido
considerablemente menores a lo que habrían deseado las teóricos de la izquierda
moderada. Además, los “nuevos fenómenos” a los que estos teóricos hacían
referencia eran resultado, en considerable, de la lucha de clases y del
conflicto entre los dos sistemas; en otras palabras, fueron impuestos al
capitalismo desde fuera.
Tras el “fin de la
historia”, la historia comienza nuevamente. La pregunta inevitable es: ¿quién
está anticuado ahora? Tras la defunción del Estado de bienestar el mundo no se
ha hecho más estable, más justo o más libre., pues la transformación de la
violencia en una norma de vida social está devaluando las libertades cívicas.
Pero, aunque se denuncian los vicios del nuevo orden mundial, la izquierda no
le ha enfrentado su propia ideología. “La izquierda tiene que aceptar el
hecho de que el proyecto marxista de revolución lanzado por el Manifiesto
Comunista ha muerto. Habrá posiblemente revoluciones, pero no serán
explícitamente socialistas ni seguirán la tradición marxista iniciada con la
Primera Internacional”(10). El estadounidense Roger Burbach y
el nicaragüense Orlando Núñez ven la única alternativa al neoliberalismo
en movimientos espontáneos que expresen necesidades básicas. Una nueva y más
justa sociedad “tendrá que proceder de una amalgama de los diferentes
movimientos nacionales, étnicos y culturales del mundo.”(11).
A pesar de que muchos de
tales movimientos son abiertamente reaccionarios, la izquierda no encuentra en
sí misma la fortaleza necesaria para los condenarlos, ya que ella ha perdido su
equilibrio psicológico y moral. Sin los principios tradicionales del
socialismo, la izquierda no tiene ya criterios claros para juzgar qué es
progresivo y qué es reaccionario, y ni siquiera tiene ninguna idea seria sobre
el papel que los movimientos “nacionales, étnicos y culturales” juegan dentro
del sistema del orden/desorden mundial. Incluso, el hecho de que la mayoría de
tales movimientos en Europa Oriental hayan abrazado programas neoliberales no
parece turbar a la izquierda occidental, ante cuyos ojos las manifestaciones de
una nueva barbarie se están haciendo indistinguibles de la lucha por los
derechos de trabajadores. “Hoy, la gente está dispuesta a pelear y morir por
sus identidades étnicas y nacionales. Sin embargo, a diferencia de lo que
ocurría al inicio y hacia la mitad del siglo XX, pocos pelearán para el socialismo.
Solamente tendremos un estandarte poderoso capaz de movilizar a las personas
para cambiar radicalmente el mundo en el que viven cuando nuevos movimientos
por la justicia social y socialismos postmodernos hayan echado raíces profundas
en todo el mundo y hayan logrado ligarse a los intereses y necesidades más
básicas de la gente”(12).
Pero hasta que, del algún
modo, tales ideas echen raíces, ¿no podemos hacer otra cosa más que aguantar
las agresiones del neoliberalismo o apoyar a cualquiera de estos movimientos
étnicos, incluyendo a aquellos cuyos líderes aprovechan la primera oportunidad
para establecer contactos con el Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial o el Rey de Arabia Saudita?.
Las masas que hicieron
las revoluciones rusas de 1905 y 1917 no estaban inspiradas por ideas
marxistas. La gente siguió a los bolcheviques, no porque Lenin y Trotsky tenían
una teoría más desarrollada del socialismo, sino porque los bolcheviques
levantaron las consignas de paz, tierra y justicia social. Lo que actúa no es
la ideología sino un programa concreto. Podría haber ocurrido todo de una
manera diferente si los bolcheviques no hubiesen aprovechado el momento
oportuno para formular las consignas que expresaban los intereses de las masas,
si no hubiesen sido marxistas y si no hubiesen tenido una excepcional
comprensión de la dinámica del proceso revolucionario y de la lucha de clases.
Si la lucha contra la
opresión no es también lucha por una nueva sociedad, está condenada a la
derrota. Desde luego, la realidad es aún peor; el descrédito del utopismo
progresista en la conciencia de las masas sólo puede tener un único e
inevitable resultado: su sustitución por una utopía reaccionaria.
A menos que se tenga una
idea clara del objetivo, será imposible tener una estrategia o una táctica.
Lenin consideró que el servicio principal rendido por la socialdemocracia a
finales del siglo XIX y comienzos del XX fue la unión del marxismo con el
movimiento obrero. Realmente, esta mezcla explosiva conmovió el mundo. Lenin,
como educador genuino que era. Estaba convencido de que la conciencia
proletaria penetraría en las masas desde la intelligentsia. En la
realidad, el proceso era mutuo. Las masas no podrían elaborar teoría, pero sin
nexos con el movimiento de masas la teoría se osificaría. Cuando las ideas de
Marx llegaron a ser la ideología de movimiento de los trabajadores,
experimentaron una transformación, convirtiéndose en marxismo.
Es totalmente natural que
un teórico esté obligado a ser más radical que un activista. Marx hizo una
distinción entre compromisos en la política y compromisos en el pensamiento. Si
el compromiso es permisible para un político, un pensador tiene que mantener un
“singular tacto moral”.(13). Lo que es posible no es siempre obligatorio.
La política es el arte del compromiso, y de ahí surge la posibilidad de un
“divorcio” entre la teoría y la práctica. Las acciones concretas de Lenin,
Trotsky o Gramsci no derivan necesariamente de su obra teórica (lo que queda
ilustrado claramente por el contraste entre sus escritos en “períodos de
acción” y los textos de los períodos en prisión o emigración). No obstante, la
actividad práctica de los representantes del marxismo clásico permaneció
estrechamente vinculada a sus investigaciones teóricas. En el período de la
postguerra se rompió este nexo.
Desde luego, el marxismo
ha sufrido una derrota histórica. Sin embargo, esto no ocurrió a finales de los
80, cuando cayó el muro de Berlín, sino muchos antes, cuando la teoría quedó
separada y aislada del movimiento. Esto no sucedió únicamente en el Este, con
la instauración del “marxismo-leninismo” estalinista. En Occidente, ya durante
los años 30 el marxismo académico se convirtió en patrimonio de círculos
universitarios, mientras que para la socialdemocracia y los partidos comunistas
las fórmulas “clásicas” no eran más que un muerto ritual.
En los años 90 se
desecharon los rituales. Hacer esto era fácil, ya que desde hacía mucho tiempo
nadie había pensado en su significado. Volvimos al punto de partida, cuando la
teoría y el movimiento de masas estaban muy desconectados. Pero no están
separados por un muro infranqueable El hecho de que una parte importante de los
trabajadores tenga solamente una borrosa noción de las ideas socialistas no
significa que éstas no deban propagarse.
Los intelectuales que han
perdido su referencia política no necesitan mucho para satisfacerse: “Cualquier
política puede llamarse socialista si apunta a limitar el carácter elemental
del mercado y a redistribuir las rentas”(14). Sin embargo, la
redistribución no sirve siempre a los fines de justicia social, y las
necesidades básicas de la mayoría de la gente no serán satisfechas sin reformas
estructurales. La paradoja reside en que las más “simples” exigencias
-escuelas, hospitales, carreteras- caminos – se han hecho las más difíciles de
conseguir. Mientras el neoliberalismo impere, nunca habrá suficiente dinero
para ellas.
El proyecto socialista
tiene que traducirse a un lenguaje comprensible para la gente. No es el
lenguaje cultivado por los intelectuales occidentales, del radicalismo y el
multiculturalismo postmodernos. Es el lenguaje simple y directo del marxismo
clásico.
Marx comenzó intentando
limpiar de utopismo el proyecto socialista. No lo logró completamente, por la
simple razón de que hay invariablemente una dimensión utópica en cualquier idea
social y en cualquier proyecto. Sin embargo, la contribución decisiva de Marx a
la teoría política reside en el hecho de que él mostró la necesidad y
posibilidad de abandonar el sueño utópico y sustituirlo por la búsqueda de la
transformación práctica. Rechazando el pragmatismo, la tradición marxista
proclamó la necesidad unir el idealismo (entendido como fidelidad a
aspiraciones y principios) con el realismo político de las acciones concretas.
Es la experiencia de transformación práctica lo que transforma el pensamiento
socialista en ciencia. Por tanto, esa teoría sólo tiene sentido dentro de un
contexto de práctica política.
El marxismo occidental
académico -con frecuencia no totalmente por su culpa- está separado del
movimiento de masas y de la acción política, y, a pesar de sus enormes éxitos
intelectuales, ha perdido gradualmente la capacidad para distinguir entre
teoría y utopía. A la vez, la contraofensiva neoliberal contra el socialismo ha
ido adelante bajo el estandarte del “antiutopismo”. Es significativo, sin
embargo, que la izquierda de los años 90 se reconciliado, por sí misma, con la
acusación de “utopismo”. Algunos, proclamándose “realistas”, se han autopurgado
de este utopismo (y, de paso, de toda honestidad). Otros, sosteniendo sus
ideales, comenzando a cultivar la tradición utópica dentro del socialismo, como
puede comprobarse en los mismos nombres de las revistas de izquierda: “Utope-kreativ”
en Alemania, “Utopías” en España, “Utopie critique” en Francia, etc. Los
defensores de la izquierda anticapitalista tratan de demostrar la necesidad de
una “utopía concreta”(15).
En efecto, la izquierda
encara la misma necesidad que hace cien años: pasar de la utopía a la teoría,
de los sueños a la realidad. Esto no significa que las tradiciones utópicas
deberían condenarse o desterradas, pero tienen que ser superadas en el sentido
marxista dialéctico. Sin renunciar a utopías, tenemos que ir resueltamente más
allá de sus límites. En este sentido, tenemos que regenerar el nuevamente
imprescindible celo antiutópico del socialismo marxista.
La debilidad de la
izquierda es un hecho cierto de la vida política del decenio de 1990. La
política anticapitalista debe tener, por tanto, un carácter defensivo. La
resistencia a la ofensiva del capital es el mensaje del momento. Pero esta
resistencia tiene que ser fuerte y efectiva. Tiene que basarse en una
comprensión clara y sobria de la situación, de las capacidades propias y de las
metas del adversario. Las concesiones ideológicas debilitan la resistencia. En
política, tener objetivos claros y confianza en la justicia de nuestra causa
son condiciones imprescindibles para la victoria. Las concesiones no abren
nuevas posibilidades de avanzar. La paradoja de finales del siglo XX reside en
el hecho de que la propia debilidad de la izquierda obliga a ser intransigente.
Con la actual relación de fuerzas, no haber un “nuevo consenso” o “condiciones
favorables a los trabajadores para un nuevo compromiso social”. Quienes sueñen
con reformas deben luchar primero para cambiar la relación de fuerzas, y esto
significa convertirse en un revolucionario y en un radical en el sentido
tradicional de estos términos.
Todo saber es limitado.
No puede hacer un conocimiento completo. El retorno desde la indefinición y la
ambigüedad de la teorización postmarxista hacia las verdades duras y simples
del marxismo clásico es una condición esencial de una práctica política
efectiva, incluso aunque tengamos ahora una exquisita comprensión de la
naturaleza restringida (pero no falsa) de muchas de las premisas originales de
Marx.
Desrevisar el marxismo no
significa ser un dogmático. El socialismo revolucionario de los primeros años
posteriores a 1917 era innovador pero antirevisionista. Un llamado a abrazar
valores tradicionales nada tiene en común con rechazar el diálogo o llevar una
existencia hermética. La afirmación activa de la tradición requiere interacción
con el mundo exterior.
Desde tiempos de la
reforma, el neotradicionalismo ha sido la ideología de los revolucionarios.
Martín Lutero, reclamando un regreso a la biblia, era un neotradicionalista
típico. Bajo el lema de restaurar la piedad tradicional, los puritanos ingleses
efectuaron un inmenso vuelco social, que abrió una nueva era en la historia de
su país y de Europa. Este tradicionalismo nada tiene en común con el
conservadurismo. En el nombre de principios y valores tradicionales, fue
rechazado el mundo que había pervertido y rechazado estos principios. El
resultado fue cambio e innovación.
Un regreso a las
tradiciones está entre los más efectivos métodos de movilización. La tradición
es familiar, comprensible y accesible a las masas. A la vez, se opone al
pragmatismo desalmado y al egoísmo de las elites. Las nuevas ideas no son
asimiladas por el conocimiento popular, salvo si están relacionadas con
tradiciones. La sublevación contra la injusticia siempre se apoya en ideas
tradicionales de justicia. El hecho de que en el proceso de lucha la propia
tradición pueda experimentar cambios radicales es algo muy diferente. El
fundamentalismo islámico es una reacción moderna muy eficiente frente a la
occidentalización capitalista. Una forma profundamente reaccionaria de
protesta, el fundamentalismo, ha disfrutado de éxito inaudito porque,
incorporando la experiencia del siglo XX, ha devuelto a las masas confianza en
su propia cultura.
Los sociólogos
occidentales, reconociendo al fundamentalismo como un nuevo fenómeno (Anthony
Giddens señala que hasta 1950 la palabra ni siquiera existía en el idioma
inglés), experimentan un obvio malestar cuando se encuentran con él. Giddens
repite constantemente que el fundamentalismo “no es otra cosa más que la
tradición definida en la manera tradicional, pero en respuesta a circunstancias
novedosas en las comunicaciones mundiales”(16). Sin embargo, en eso reside
todo: bajo nuevas condiciones, la tradición no puede ser defendida con métodos
tradicionales. En tiempos de Mahoma no había bombas plásticas ni terroristas
suicidas. No existía Internet con sus páginas islámicas, ni tampoco existían
las formas de movilización características de los nuevos movimientos de masas.
El fundamentalismo tiene
poco en común con el Islam tradicional, que fue derrotado en su colisión con
Occidente. Ese Islam continúa existiendo, de forma paralela, con el
fundamentalismo, y, gradualmente, le va cediendo espacio. En las sociedades que
no se han modernizado radicalmente, no hay fundamentalismo. Solamente allá
donde la tradición fue socavada o destruida ha sido capaz el fundamentalismo de
construirla nuevamente, en una forma apropiada a las realidades y oportunidades
de finales del siglo XX y comienzos del XXI.
El fundamentalismo
islámico, a pesar de las ideas de Giddens y de periodistas liberales, es
bastante diferente a un sistema cerrado que rechaza todo lo “ajeno”. Por el
contrario, continuamente asimila nuevos métodos y nuevas experiencias. Está
abierto al mundo, pero abierto de forma agresiva y ofensiva, en lo que reside
su verdadero peligro, al igual que el peligro del nuevo nacionalismo europeo,
que no puede explicarse usando referencias simples a tradiciones de populismo y
fascismo que sobreviven en este o ese país desde los años 30. La acción
ofensiva cambia fuertemente el significado de la tradición, que ya no es “preservada”
sino afirmada. Se renueva y enriquece con una nueva experiencia.
No sólo apelan a la
tradición los pobres insurgentes, sino también elites que se afanan en para
recobrar posiciones perdidas. El neoliberalismo es uno de los ejemplos más
importantes de ideología neotradicionalista. Necesitando contrarrestar el
socialismo oponiendo su propio proyecto ofensivo, los ideólogos de la burguesía
financiera no comenzaron inventando nuevas ideas. Por el contrario, volvieron a
su programa clásico tradicional, encontrando inspiración en los trabajos de los
teóricos de la “edad áurea” del capitalismo liberal. En economía, el
neoliberalismo y la escuela neoclásica escuela no son otra cosa que productos
del reciclaje mecánico del viejo liberalismo. Aunque la “mano invisible” de
Adam Smith, a la que se han hecho continuas referencias, no era, ni mucho
menos, la idea central del economista británico.
Mientras que las fuerzas
reaccionarias hacen uso activo de la tradición, la izquierda ha sido incapaz de
hacerlo, ya que ha perdido su principal tradición: la lucha activa contra el
capitalismo. Si los socialistas quieren llegar a ser nuevamente una verdadera
fuerza, deben volver también a sus presupuestos básicos. Esto comienza a ser
reconocido gradualmente por algunos teóricos, aunque los políticos todavía lo
rechacen. Oskar Negt, que es, probablemente, el último teórico de la escuela de
Frankfurt, escribe que, en el umbral del nuevo siglo, la izquierda necesita “volver
a su tradición”.(17). La misma opinión tiene Andre Brie, uno de los
ideólogos del PDS alemán. Apelar a una renovación radical de los puntos de
vista y perspectivas de la izquierda, acentúa: “El pensamiento socialista
moderno es para mí también un regreso -crítico- a Marx (y a la vez un giro
hacia nuevas preguntas sobre la sociedad capitalista contemporánea y hacia la
adopción de nuevos desafíos globales)” (18).
Es precisamente la
tradición lo que permite la creación de nuevas organizaciones. En Turquía, en
1996, grupos socialistas, después de superar un largo período de sectarismo, se
unieron en un único partido. Ufik Uras, de 36 años de edad y elegido como su
dirigente, declaró: “Yo me defino como un marxista, con un concepto de
marxismo basado en un retorno a los primeros principios”(19).
No se trata de una refinada
nostalgia por alguna “edad de oro” del movimiento obrero, aunque usar la
nostalgia en la propaganda política es perfectamente aceptable y muy efectivo.
De lo que se trata es que cuando la izquierda decide volver a ser ella misma,
entonces recobra la iniciativa política. La sociedad experimenta en el mismo
grado la necesidad de nuevas ideas y la de tradiciones fuertes. El
neoliberalismo no puede proporcionar ya ni unas ni otras. La izquierda puede
aportarlas, pero carece de la voluntad de hacerlo.
Un retorno al marxismo
significa ante todo restaurar la centralidad de clase en el pensamiento
político de la izquierda. El marxismo clásico nunca argumentó que la
contradicción entre trabajo y capital era la única presente en la sociedad, o
necesariamente la más aguda. Ni Marx ni Engels afirmaron que la sociedad está
totalmente, y sin excepción, dividida en clases (basta con recordar su
razonamiento según el cual no había clases en la Alemania de comienzos del
XIX). Marx y Engels solamente afirmaron (y bastante apropiadamente) que la
contradicción entre trabajo y capital era crucial, y que sin tomarla en cuenta
no podrían resolverse otros problemas y contradicciones. El reduccionismo de
clase ha sido, de hecho, una verdadera característica de la tradición marxista.
Habiendo entendido la contradicción “central” de la época, muchos marxistas se
han liberado de la necesidad de pensar sobre las “secundarias”. Pero una
contradicción “secundaria” no es menos verdadera que la “principal”, y es
imposible entender una sin la otra. Por esta razón, el análisis marxista ha
sido asediado por una pobreza creciente, por la insipidez, por el esquematismo
y el primitivismo, lo que, en último término, ha contribuido a desacreditar
toda la tradición marxista.
Aun siendo conscientes de
la riqueza y variedad de vida social, no debemos olvidar que se estructura de
una particular manera. Muchos sociólogos occidentales señalan que la clase no
juega ya el enorme papel que jugaba antes en la sociedad y en la vida de la
gente, sobre todo porque ahora las personas definen su status social más a
través del consumo que de la producción. En Europa Oriental y América Latina
vemos unos una generalizada desclasación de los trabajadores y una atomización
de las masas(20). No obstante, el consumo es imposible sin la producción, y la
desclasación es imposible sin estructuras de clase. La contradicción entre
trabajo y capital sigue siendo central y fundamental, pese a la aparición de
muchos nuevos problemas y la exacerbación de otros antiguos.
El conflicto entre
trabajo y capital no es solamente un choque de intereses, sino que también
involucra una contraposición de valores, principios y morales. Solamente un
socialismo ético que descanse sobre una base firme puede tener un significado
positivo. Necesitamos saber nítidamente de qué lado estamos.
En 1996, el gran éxito de
la temporada musical Rusa era un disco titulado “Antiguas canciones sobre la
cosa más Importante”. Era una recopilación de viejas canciones soviéticas
interpretadas por las estrellas de la canción post-soviéticas. Esta grabación
no la compraban nostálgicos veteranos de la época de Stalin, que prefieren las
versiones originales. El enorme éxito del disco se debía a su popularidad entre
la gente joven, que apenas recuerda la vida en la Unión Soviética. La nueva
grabación les permitía conocer canciones sobre la cosa más importante, sobre
aquello de lo que no se habla en las canciones postmodernistas. Sobre lo que,
realmente, era la cosa más importante.
La exigencia pública de algún tipo de remake del marxismo histórico se hace presente a cada paso que damos. Es la principal necesidad básica de la humanidad actual; es también, la principal, y esencialmente la única, tarea del moderno movimiento de izquierda. Si no cumplimos esa tarea, nuestra existencia carecerá de sentido y de justificación.
La exigencia pública de algún tipo de remake del marxismo histórico se hace presente a cada paso que damos. Es la principal necesidad básica de la humanidad actual; es también, la principal, y esencialmente la única, tarea del moderno movimiento de izquierda. Si no cumplimos esa tarea, nuestra existencia carecerá de sentido y de justificación.
NOTAS
1. J. Derrida. Espectros
de Marx. Trotta, Madrid, 1995, p. 52.
2. V.L. Inozemtsev. K teorii postekonomicheskoy obshchestvennoy formatsii, Moscú, 1995, pp.13-14, 192. Una presentación de las conquistas del estado de bienestar occidental de los años 60 como si fueran irreversibles está también presente en escritores más radicales, como el más notable de los diputados independientes de izquierda en el Parlamento ruso, Oleg Smolin. Ver O. Smolin, Kuda neset nas rok sobitiy, Moscú, 1995. Para una polémica con Smolin ver B. Kagarlitsky, Printsip Kassandry. Al’ternativy, 1996-97, nº4.
3. Polis, 1996, nº 4, p.113
4. W. Thompson. The Left in History. London and Chicago, 1997, pp. 1, 9.
5. Resumiendo los resultados de la autocrítica de la izquierda alemana en los años 90, Andre Brie habla de su acrítica adhesión a la “idea burguesa de progreso” (A. Brie. Befreiung der Visionen. Hamburg, 1992, p. 25).
6. W. Thompson, op. cit., p. 9. Vea también A. Giddens. Beyond Left and Right. The Future of Radical Politics. Cambridge, Polity Press, 1994, pp. 1-4, 69, etc.
7. Ver PDS Pressedienst, 13 Dic. 1996, ningún. 50-51, p. 3.
8. F. Block, quee. Postindustrial Possibilities. Berkeley, Los Angeles y Oxford, 1989, pp. 82-83.
9. ibid., p. 82.
10. R. Burbach, O. Nuñez y B. Kagarlitsky. Globalization and its Discontents. The Rise of Postmodern Socialism. London and Chicago, 1997, p. 142.
11. ibid, p. 145.
12. ibid., p. 150. Como uno de los autores del libro, en mi capítulo sobre Europa Oriental traté de presentar una visión diferente de la alternativa. Sin embargo, estas obvias contradicciones presentes en el texto (citadas en cierto grado en el prólogo de Roger Burbach) dieron al libro un aire aún más postmodernista. Un reseñador australiano del libro, Paul Clarke, escribió, con cierta sorna, ” Parece extraño ayudar a escribir un libro con el que se disiente totalmente, pero así es” (Green Left Weekly, 19 Mayo 1997, p.25). El problema reside en que la agudeza e irreconcibialidad entre el marxismo y las interpretaciones postmodernistas del socialismo se hicieron obvias para mí mientras trabajaba con Burbach y Nuñez.
13. K. Marx y F. Engels. Sochineniya, vol.16 p.31 (Marx sobre Proudhon en el periódico Sozial-Demokrat, 1865).
14. Svobodnaya mysl’, 1995, nº.3, p. 75.
15. Vea J. Ditfurth. Lebe wild und gefahrlich. Koeln, 1991, pp. 52-53.
16. A. Giddens. Beyond Left and Right, p. 48.
17. O. Negt en P. Ingrao, R. Rossandra et al. Verabredungen zum Jahrhundertende. Eine Debatte uber die Entwicklung des Kapitalismus und die Aufgaben der Linken. Hamburg, H. Heine, 1996, p. 259.
18. A. Brie, op. cit., p. 124.
19. Inprecor, Marzo 1996, nº 400, p.9.
20. Vea A. Giddens. Beyond Left and Right; B. Kagarlitsky. The Restoration in Russia. London, 1995, etc.
2. V.L. Inozemtsev. K teorii postekonomicheskoy obshchestvennoy formatsii, Moscú, 1995, pp.13-14, 192. Una presentación de las conquistas del estado de bienestar occidental de los años 60 como si fueran irreversibles está también presente en escritores más radicales, como el más notable de los diputados independientes de izquierda en el Parlamento ruso, Oleg Smolin. Ver O. Smolin, Kuda neset nas rok sobitiy, Moscú, 1995. Para una polémica con Smolin ver B. Kagarlitsky, Printsip Kassandry. Al’ternativy, 1996-97, nº4.
3. Polis, 1996, nº 4, p.113
4. W. Thompson. The Left in History. London and Chicago, 1997, pp. 1, 9.
5. Resumiendo los resultados de la autocrítica de la izquierda alemana en los años 90, Andre Brie habla de su acrítica adhesión a la “idea burguesa de progreso” (A. Brie. Befreiung der Visionen. Hamburg, 1992, p. 25).
6. W. Thompson, op. cit., p. 9. Vea también A. Giddens. Beyond Left and Right. The Future of Radical Politics. Cambridge, Polity Press, 1994, pp. 1-4, 69, etc.
7. Ver PDS Pressedienst, 13 Dic. 1996, ningún. 50-51, p. 3.
8. F. Block, quee. Postindustrial Possibilities. Berkeley, Los Angeles y Oxford, 1989, pp. 82-83.
9. ibid., p. 82.
10. R. Burbach, O. Nuñez y B. Kagarlitsky. Globalization and its Discontents. The Rise of Postmodern Socialism. London and Chicago, 1997, p. 142.
11. ibid, p. 145.
12. ibid., p. 150. Como uno de los autores del libro, en mi capítulo sobre Europa Oriental traté de presentar una visión diferente de la alternativa. Sin embargo, estas obvias contradicciones presentes en el texto (citadas en cierto grado en el prólogo de Roger Burbach) dieron al libro un aire aún más postmodernista. Un reseñador australiano del libro, Paul Clarke, escribió, con cierta sorna, ” Parece extraño ayudar a escribir un libro con el que se disiente totalmente, pero así es” (Green Left Weekly, 19 Mayo 1997, p.25). El problema reside en que la agudeza e irreconcibialidad entre el marxismo y las interpretaciones postmodernistas del socialismo se hicieron obvias para mí mientras trabajaba con Burbach y Nuñez.
13. K. Marx y F. Engels. Sochineniya, vol.16 p.31 (Marx sobre Proudhon en el periódico Sozial-Demokrat, 1865).
14. Svobodnaya mysl’, 1995, nº.3, p. 75.
15. Vea J. Ditfurth. Lebe wild und gefahrlich. Koeln, 1991, pp. 52-53.
16. A. Giddens. Beyond Left and Right, p. 48.
17. O. Negt en P. Ingrao, R. Rossandra et al. Verabredungen zum Jahrhundertende. Eine Debatte uber die Entwicklung des Kapitalismus und die Aufgaben der Linken. Hamburg, H. Heine, 1996, p. 259.
18. A. Brie, op. cit., p. 124.
19. Inprecor, Marzo 1996, nº 400, p.9.
20. Vea A. Giddens. Beyond Left and Right; B. Kagarlitsky. The Restoration in Russia. London, 1995, etc.
Comentarios
Publicar un comentario