¿Cuánto
vale una vida humana? Una forma de calcularlo es la que utilizaron los abogados
de la multinacional Union Carbide para fijar las indemnizaciones a las víctimas
del desastre de Bhopal en 1984. Si la renta per capita de la India es (lo era
en ese entonces) de 250 dólares mientras que la de los EEUU supera los 15.000,
podemos concluir que el valor medio de una “vida india” es de 8.300 dólares
mientras que el de una “vida estadounidense” asciende a 500.000. Las casas de
seguro utilizan habitualmente este tipo de evaluaciones para aumentar sus
márgenes de beneficios. Otra posibilidad, que juzgamos más bárbara, es la de
esos sistemas “primitivos” de equivalentes que llamamos “venganza”. La forma
más extrema es el Talión (“ojo por ojo, diente por diente”), aunque hay otras
más benignas en distintos pueblos de la tierra que permiten cambiar una vida
humana por cuatro ovejas o la pérdida de un miembro por un pedazo de tierra o
una mujer en edad fértil.
En
definitiva, cuando calculamos el valor de la vida humana solemos recurrir a
“expresiones dinerarias”; es decir, a formas contables exteriores mediante las
cuales tratamos de asir una cantidad inconmensurable: dinero, ganado,
mercancías. Pero, ¿cuál es el valor del dinero, el ganado y las mercancías?
Como sabemos, David Ricardo y Adam Smith fueron los primeros
en formular en el molde de una ley una relación que todos los pueblos aceptaban
intuitivamente en sus trueques y mercadeos: la que asocia el “valor” de un
objeto a una determinada combinación de Tiempo y Trabajo. Luego, Karl Marx
afinó esta formulación sustituyendo “trabajo” por “fuerza de trabajo” e
identificando el valor de una mercancía con “el tiempo socialmente necesario
para su producción”. A partir de ahí Marx dedujo una forma objetiva y
paradójica de explotación, independiente de los latigazos y los capataces,
escondida en una cifra positiva y apetecible: el salario. Marx nunca olvidó la
condición previa (“la fuente de toda riqueza es la naturaleza y no el trabajo”,
corrigió a sus compañeros en el Programa de Gotha), pero digamos que elevó a
categoría “científica” una cenestesia subjetiva elemental: la de que un objeto
vale tanto más cuanto más tiempo y esfuerzo hemos dedicado a elaborarlo o
fabricarlo.
El
problema estriba en saber cuánto vale la mercancía llamada “fuerza de trabajo”;
es decir, la vida humana trasladada al objeto. Para eso, Marx aplicó la lógica
valor/trabajo y demostró que si una mercancía vale tanto como el trabajo
socialmente necesario invertido en su producción, la “vida humana” vale tanto como
el conjunto de las mercancías indispensables para su (re)producción: pan,
calzado, un lecho, todo lo necesario, en fin, para renovar las energías físicas
del trabajador, de manera que esté en condiciones, todas las mañanas, para
emprender una nueva jornada laboral. El hecho de que el capitalismo (no Marx)
calcule de esta manera el valor de la vida humana plantea un doble dilema, uno
ético y otro lógico. El ético parece evidente, pues este “cálculo” (el de las
mercancías básicas que permiten la reproducción de una vida desnuda) trata al
ser humano como si fuera una mercancía más. Pero ilumina también una
paradoja, en la medida en que esa mercancía se diferencia de las otras
mercancías en que es la única cuyo valor se define estrictamente en el mercado.
En efecto, mientras que el valor -digamos- de una mesa o de un carro procede de
la “fuerza de trabajo” humana invertida en su producción (que es una “fuerza”
exterior añadida a los procesos productivos), el valor de esa “fuerza” se fija
en relación con las mercancías que ella misma ha producido.
Pero
esta paradoja responde de algún modo a la pregunta fundamental: ¿no tiene el
ser humano ningún valor propio, ningún valor autónomo? El capitalismo le
reconocerá uno: precisamente su capacidad para “valorizar”, a través de la
combinación tiempo/trabajo, la materia muerta o, lo que es lo mismo, para
producir riqueza capitalista. La “fuerza de trabajo” es una mercancía peculiar
que, lejos de consumirse con el uso, añade valor a las mercancías que produce.
El resultado, lo sabemos, es que esta potencia mágica del ser humano para dar
valor se traduce, en condiciones de explotación de clase, en una
desvalorización radical del ser humano. Cuanto más valoriza lo que toca, más se
desvaloriza él mismo y al final, precisamente porque es la fuente de todo
valor, es la única mercancía que no vale nada. O sólo 8.300 dólares, como en el
caso de los trabajadores indios asesinados por la Union Carbide.
En
todo caso, creo que debemos renunciar a demostrar el valor autónomo de la vida
humana. Si el ser humano vale algo debe de ser sin duda, al igual que en el
caso de los objetos que produce, por algo que se le ha hecho a él . Los
propios cristianos aceptan esta lógica como principio ontológico al identificar
el carácter “sagrado” de la vida humana con un “trabajo” de Dios: un trabajo
liviano, es cierto, completado en pocos días, pero que convierte la vida humana
en un “producto divino”. ¿Y los ateos? Para los que no creemos ni en Dios ni en
los cálculos capitalistas, ¿el ser humano no vale nada? El resultado de una
sucesión de azares, de una acumulación de contingencias geológicas y químicas,
¿podrá ser destruido sin remordimientos ni pesar una vez se revele
económicamente no rentable su existencia?
No,
el ser humano tiene un valor inmenso y lo tiene, en efecto, porque es el
resultado de un trabajo. Pero de un trabajo realizado fuera y antes del
mercado; de un trabajo que han hecho siempre o casi siempre las mujeres: los
cuidados. El cuerpo humano no es sagrado sino frágil y su fragilidad lo
convierte en un objeto -lo contrario de una mercancía- cuya supervivencia
depende de la atención ajena. Si no se puede matar sin horror a un ser humano,
si su existencia es irreemplazable no es porque el ser humano tenga la
capacidad de valorizar la materia muerta sino porque ha sido valorizado,
despertado a la vida, por otro ser humano que casi siempre es una “mujer”: ha
sido alimentado, limpiado, peinado, curado, acariciado, protegido por otras
manos, en un trabajo entre cuerpos del que se desprende ese valor incalculable,
inasible, sin equivalente, sobre el que se levantan la ética y el Derecho.
No
cuidamos, en fin, los cuerpos humanos porque tengan valor sino que, al
contrario, adquieren valor en la medida en que los cuidamos y los tocamos y los
miramos; en la medida, en definitiva, en que los trabajamos. Por eso quizás hay
más maltratadores masculinos que femeninos y por eso quizás hay tantas mujeres
prisioneras de sus verdugos: porque es casi imposible no querer a aquél al que
has lavado los calcetines y preparado la comida, aunque te maltrate, y es casi
imposible querer, y casi imposible no maltratar, a quien has mirado poco,
tocado mal y cuidado nunca. Es esto lo que une, en una intersección de
paradójico desprecio, al capitalismo y al patriarcado: pues el capitalismo
desvaloriza al trabajador que valoriza todas las mercancías y el patriarcado
desvaloriza a la trabajadora que valoriza todos los cuerpos. Por eso, si es que
queremos conservar la riqueza y la dignidad humanas (cuya fuente es una combinación
de Trabajo y Tiempo) debemos librar una lucha doble y simultánea a favor de la
independencia económica y de la dependencia recíproca.
¿Cuánto
vale un ser humano? El tiempo que hemos trabajado en él. A eso los cursis lo
llaman “amor”.
Fuente:
http://www.rebelion.org/
Comentarios
Publicar un comentario