Andy Blunden
La
Teoría de la Actividad es antes que nada una teoría sobre la plenitud humana.
«Plenitud humana» es la traducción que se suele hacer de la palabra griega eudaimonia,
el concepto central de la ética de Aristóteles. En su calidad de corriente del
pensamiento científico, la Teoría de la Actividad tiene el gran mérito de que
su concepto central –el «proyecto colaborativo», al que se refiere también como
«una actividad»– es a la vez un concepto descriptivo, explicativo y normativo.
Es
decir, la Teoría de la Actividad es una teoría científica que es
simultáneamente una teoría ética. No solo vemos el mundo como formado
por proyectos colaborativos, y usamos los proyectos colaborativos en la
consecución de la plenitud humana, sino que también propugnamos la
colaboración como norma de la vida secular. La forma en que las personas deberían
relacionarse es colaborando unas con otras en proyectos.
Sobre
lo que quiero reflexionar en este ensayo es acerca del problema de cómo
advertimos situaciones en las que la norma de colaboración se pierde y la gente
se encuentra atrapada en proyectos que son dañinos para su propia salud y la
del resto. En particular, quiero abordar el problema del «abuso de poder»,
un tema que ni siquiera puede ser enmarcado claramente mientras los conceptos
éticos y analíticos permanezcan en mutua contradicción.
El Proyecto Colaborativo como Unidad de Vida Social
Cuando
la economía construye su ciencia sobre el supuesto de un agente económico
individual, independiente, que toma decisiones para maximizar sus propios
beneficios, da por hecha una sociedad en que las normas del utilitarismo son
universales. En el caso en que los sujetos de una comunidad no actúen como
individuos que maximizan sus beneficios, esta ciencia, entonces, falla. Pero
quizá, más importante aún, los gobiernos y compañías que establecen su política
basándose en la ciencia económica, y por tanto en la ética utilitarista, actúan
con el propósito de impulsar este ethos en la comunidad, con todas sus
consecuencias en términos de desigualdad y desintegración social.
En la raíz misma de la sociedad moderna se halla el
principio ético conocido como regla de oro. Este principio se encuentra en
todas las grandes religiones del orbe y Kant lo usó en su deducción de la ética
secular. Este «contrato social» implícito se expresa en la biblia cristiana de
la manera siguiente:
Y como queréis que hagan los hombres con vosotros,
así también haced vosotros con ellos. (Lucas 6:31)
Sin
embargo, la teórica crítica Agnes Heller (1987) ha demostrado que esta máxima
es deficiente en nuestros tiempos posmodernos, puesto que se basa en la
suposición insostenible de la homogeneidad cultural. Los otros, cualesquiera
que sean, pueden pedir que no se les trate de la misma manera que a uno
le gustaría que lo trataran. La Teoría de la Actividad parte del supuesto de la
colaboración en lugar de la acción individual, de forma que la máxima apropiada
es:
«Lo que hacemos lo decidimos entre tú y yo.»
Como
nos enseña Seyla Benhabib (1996), las máximas éticas que tratan de las
relaciones a partir de un otro abstracto no pueden ofrecer una orientación
verdadera. Las acciones de uno mismo frente a las de otro deben considerarse en
conexión con las relaciones prácticas que uno tiene con ese otro. De forma tal
que a la luz de la crítica de la antedicha regla de oro consideramos esta
relación práctica como el proyecto en que tú y yo participamos, de una u otra
manera, de manera conjunta. La nueva regla de oro, por tanto, ha de entenderse,
más bien, como las normas conocidas de colaboración.
La colaboración es una relación concreta cuyas
normas difieren ampliamente según el tipo de proyecto del que se trate; pero en
todo caso estas normas son firmes y conocidas y se basan en el autoconcepto del
proyecto compartido. En algunos casos las normas de colaboración requieren
estrictamente la toma conjunta de decisiones, y en otros, prevalecen las normas
de la estructura jerárquica de gestión. Pero esto no quita que las normas de
colaboración sean de hecho, no solo en teoría, las normas de la vida social
moderna.
En
consecuencia, al escoger los proyectos colaborativos como la unidad de
análisis, podemos desarrollar una ciencia realista y, siempre que un
objeto de investigación científica se aparte de este supuesto, se trata en
justa medida de un alejamiento de las normas éticas relevantes, lo cual amerita
una intervención adecuada. En parte, esta dependencia de la realidad de las
normas éticas es la motivación detrás de las reflexiones actuales sobre el
abuso de poder.
También consideramos los «proyectos» en lugar de
los «grupos» como la unidad de análisis. En otras palabras, en lugar de
ver una comunidad como un mosaico de grupos variopintos –grupos étnicos,
etáreos, ocupacionales, votantes, consumidores, etc.– vemos el entramado social
como un tejido de proyectos.
De lo anterior podemos concluir un buen número de
cosas. Primero, no consideramos a los sujetos como seres insignificantes con
atributos contingentes añadidos (género, ocupación, etnicidad) según los cuales
se pueden encasillar en varios grupos. Consideramos la vida social como hecha
de personas que persiguen objetivos comunes, es decir, proyectos, y la
comunidad como la percibimos es la resultante de esos proyectos. Esta sociedad,
con sus leyes, costumbres, territorio, seres humanos, etc., está configurada y
conformada por proyectos pasados y se mantiene viva por los proyectos que
perseguimos hoy en día. Cada vida humana individual es en sí misma un proyecto.
En
segundo lugar, aun cuando los estadísticos prefieren el método de análisis del
encasillamiento, el método del proyecto es un lente eminentemente adecuado con
el que ver a la sociedad, puesto que aquellos que estamos interesados en el
cambio estamos menos interesados en la gente como consumidores o votantes
que como agentes que perfilan sus propias vidas y las vidas de otros a través
de su participación en proyectos.
La subjetividad no se trata de lo que tienes ni
mucho menos de lo que haces, sino más bien de lo que aspiras a hacer,
especialmente de lo que aspiras a hacer con otros.
Cuando
hablamos de proyectos, sin embargo, no solo tenemos en mente las respuestas
planeadas a la situación, a las cuales normalmente se las llama proyectos.
Cuando un proyecto tiene eco en una comunidad más amplia se convierte en un movimiento
social. Y, dependiendo del grado en que un movimiento social tiene éxito y
consigue objetivar sus metas en las leyes y costumbres de la comunidad en
general, se convierte en una institución. Y, dependiendo de si una
institución se enraiza en el lenguaje y conciencia de de la comunidad en su
totalidad, se convierte en un concepto. Vemos todas estas formaciones
sociales como estadios en el ciclo de vida de un proyecto y como tales los
consideramos todos como proyectos. La capacidad para que las cosas tomen un
rumbo equivocado en la vida de un proyecto es más grave en el caso de una
institución o en el de un movimiento social que ha fallado en dar el paso a la
institucionalización. En otras palabras, en el caso de los escándalos sociales,
abusos de varios tipos y corrupción, nos preocupamos en general del desarrollo
patológico de los proyectos. Sin embargo, son aquellos proyectos que se han
integrado y que se asumen como conceptos los que son fuentes ubicuas de
injusticia.
A partir de lo que hemos dicho, es claro que los
proyectos son el medio para cambiar el mundo, al mismo tiempo que la materia
prima de la que está hecha el mundo – el proceso del mundo. Los proyectos son
el único y exclusivo medio por el que los seres humanos pueden manifestar su
voluntad, cambiar el mundo en que viven y alcanzar la autodeterminación. Lo que
nosotros y todos aquellos que nos precedieron crearon en el curso de su lucha
por la libertad son conceptos que ahora simplemente forman parte del lenguaje y
los proyectos que se han institucionalizado en forma de prácticas habituales
que se mantienen tanto por incentivos externos, tales como el salario y el
status social, como por incentivos internos, tales como la autorrealización. En
el curso del desarrollo de estos proyectos, tanto internamente como bajo el
impacto de fuerzas externas, surgen los problemas, crisis, injusticias y
conflictos. Estos no solo son la resultante inevitable de la
institucionalización de los proyectos sino también las condiciones desde las cuales
se lanzan nuevos proyectos, «correctivos», los cuales modifican las
innovaciones hechas por las generaciones anteriores. Además, ocurre que no
importa cuán osificado y burocratizado se haya vuelto un proyecto, siempre hay
en su seno un principio, una misión para la que se encontró un
propósito. Aun cuando en la vida diaria se suele empujar esta misión al último
plano (y ciertamente puede albergar contradicciones irresueltas), mientras se
tomen decisiones y las motivaciones sean derivadas de conceptos o prácticas
particulares o subordinadas bien establecidas, siempre permanece allí como un
tribunal de última instancia. Un proyecto que se ha institucionalizado en
formas de práctica dadas por hecho, habituales, se puede «reanimar» cuando se
cuestionan sus principios fundamentales por las contradicciones y fallos en su
funcionamiento y es desafiado por un nuevo movimiento social. El «principio»
que fue impulsado por un movimiento social antes de que se institucionalizara
es a menudo objetivado en la forma de algún tipo de «compromiso histórico»,
como la constitución de una nueva nación, un tratado de paz o un acuerdo que se
firma al final de una huelga. La «reanimación» de una institución significa
volver a cuestionar este principio a la luz de los nuevos problemas.
Traducción de Arturo Escandón
Fuente: http://marxismocritico.com/2013/05/08/el-poder-la-actividad-y-la-plenitud-humana-andy-blunden/#more-6677
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