recordando la vida y obra de Georg Lukács dejamos algunos libros para descargar
1. Lukács
Georg Lukács nació en Budapest, el 13 de Abril de 1885, en una
familia de la alta burguesía, que había obtenido incluso título nobiliario en
el Imperio Austro Húngaro. Estudió derecho en la Universidad de
Budapest y luego filosofía en Berlin y Heidelberg. Ya desde 1906 escribe en
revistas literarias y participa activamente en el movimiento de renovación
estética que atraviesa la bullente vida cultural previa a la Primera Guerra
Mundial. En 1910 publica El Alma y sus Formas,
su primer libro importante, y luego Historia del Drama Moderno, en 1911, y Teoría de la Novela , en 1916.
Cuando ocurre la Revolución Rusa ,
en 1917, Lukács era ya ampliamente reconocido como un intelectual crítico,
progresista, estrechamente relacionado con Karl Mannheim, Ervin Szabó,
anarcosindicalista, Arnold Hauser y Ernst Bloch, dedicado más bien a cuestiones
culturales que a alguna militancia directa. Por esto, fue una sorpresa para la
mayoría de sus amigos que en 1918 se uniera al Partido Comunista Húngaro,
fundado en Noviembre de ese año por Bela Kun (1886-1938). Un partido pequeño,
ubicado en el ala más izquierdista de la política marxista de su tiempo.
En Octubre de 1917 el
gobierno húngaro reconoció su derrota en la guerra, a fines de ese mes una
insurrección general de obreros y campesinos logró poner fin a la monarquía y
se proclamó la república, el 21 de Marzo de 1919 los comunistas de Bela Kun,
aliados con el Partido Socialdemócrata, proclamaron una República Soviética,
que fue llamada la “República de los Consejos”. Este gobierno, sin embargo, fue
derrocado el 1 de Agosto de 1919, por una invasión militar desde Rumania. Esta
invasión hizo posible la dictadura del almirante Miklós Horthy (1868-1957)
quien, tras una dura represión en que fueron asesinados miles de opositores,
ejerció un gobierno de corte fascista, aliado de Hitler, entre 1920 y 1944, cuando
fue derrocado a su vez por la invasión de las tropas soviéticas, tras la Segunda Guerra
Mundial.
Los escasos cuatro meses de la República de los
Consejos determinaron todo el resto de la vida y la producción de Lukács.
Durante esos meses fue Comisario del Pueblo para la Educación y Comisario
Político de una parte del Ejército Rojo húngaro. Tras la caída vivió largamente
en el exilio, muchas veces en la clandestinidad, e incluso fue brevemente
detenido en Viena, en 1920, logrando ser liberado tras el apoyo internacional
de mucho intelectuales, incluyendo a Thomas Mann.
En sus primeros años en el exilio
Lukács ocupó altos cargos en la dirección del Partido Comunista Húngaro, y
participó activamente en la revista Kommunismus,
órgano de parte de la izquierda de la Tercera Internacional.
Vivió entonces muy de cerca los dramas de las oscilaciones políticas de la Internacional , y de
las rencillas características de los Partidos derrotados, fragmentados, en el
exilio, que muchos chilenos conocieron muy bien en los años 70. Acusado de
izquierdista en 1924, por el Comisario Dimitri Zinoviev (1886-1936), e incluso,
un poco al pasar, por el mismísimo Lenin, tras un vuelco de la Internacional hacia
la derecha fue, sin embargo, acusado de derechista en 1929, por sus Tesis de
Blum, un programa para el Partido Húngaro en que proponía que no se podía salir
de la dictadura de Horthy directamente al socialismo, sino que había que
transitar un período previo de “dictadura democrática”. Esta condena desde lo
alto se debía, por supuesto, a que ahora la Internacional había
virado a la izquierda, situación en que se mantuvo hasta 1935, en que promovió
la política de Frentes Populares (justamente la que había propuesto Lukács),
que sólo duró hasta 1939, en que tras el pacto de Stalin con Hitler se promovió
una “agudización de la lucha de clases”, la que duró a su vez sólo hasta 1942
en que, tras la invasión alemana de la Unión Soviética se
promovieron las alianzas antifacistas,
lo que sólo duró hasta 1947, en que se inició la Guerra Fría.
En este ambiente polarizado,
cambiante, lleno de intereses contrapuestos, no es raro que la obra de Lukács
esté llena de propuestas, cada vez más prudentes, orientadas hacia asuntos
puramente culturales, y retractaciones, varias de ellas en un tono que hoy nos
parecería poco adecuado para un intelectual de primera línea. La primera quizás
sea su Lenin, en
1924, en que, tras la muerte del líder, trata de mostrarse como
consecuentemente leninista, y asimila ya muy visiblemente la debilidad de su
posición frente a la todopoderosa Tercera Internacional. Luego, tras la Tesis de Blum, una nueva
autocrítica que lo lleva a retirarse de la vida activa del Partido por 18 años.
Luego, a su llegada como exiliado a la Unión Soviética en
1933, una autocrítica por Historia y Consciencia de Clase, de 1923 que, junto
con las obras de Karl Korsch, había sido considerada izquierdista e idealista,
por su apelación a la filosofía de Hegel. Estas autocríticas, y su amplio
prestigio como crítico cultural, hicieron posible que fuera aceptado en la Academia de Ciencias de la Unión Soviética
donde, durante una década, trabajó arduamente, en silencio, casi sin publicar
ni participar en ninguna de las discusiones “filosóficas” que se deban entonces
a la sombra del estalinismo. No tuvo, por ejemplo, ninguna participación en el
infausto debate entre “mecanicistas” y “dialécticos”, que se dio entre 1924 y
1931, pero que a su llegada estaba ya resuelto por la hegemonía de los
“dialécticos”, presuntamente defensores de Hegel, y el declive atroz de los
“mecanicistas” desde la
Academia al Gulag. Tampoco en los debates, en los años 40, en
torno a las tendencias “cosmopolitas” en literatura.
Lo que sí pudo hacer, al menos por un
tiempo, fue convertirse en uno de los primeros intelectuales en tener acceso a
los Manuscritos Económico Filosóficos de 1844 y a la Ideología Alemana, textos de Marx que
fueron publicados por primera vez por el notable camarada David Zelman Berov
Goldendach, que se hacía llamar David Riazanov (1870-1938), en 1932, en el
marco de las Obras Completas de Marx
y Engels, llamadas por su sigla en alemán, MEGA I. Allí Lukács pudo
comprobar la amplia sintonía entre las tesis de sus libros, tan criticados, y
la palabra del propio Marx. Textos a los que ni Lenin, muerto en 1924, ni Rosa
Luxemburgo, asesinada en 1919, ni Antonio Gramsci, en la cárcel desde 1927,
habían tenido acceso. Como tampoco, por supuesto, la amplia pléyade de
comisarios filosóficos de la
Segunda y la Tercera Internacional.
Nuevamente, sin embargo, Lukács no puede hacer eco explícito de estos valiosos
descubrimientos. La edición del MEGA es interrumpida, por diversas infracciones
de tipo ideológico, en 1939, y el propio camarada Riazanov, purgado en 1931,
terminó fusilado, en 1938 por, entre otras acusaciones, “trotzkista” y, también
“por su extrema hostilidad personal respecto del Camarada Stalin”, a quien tuvo
la osadía de increpar en público en un Congreso diciéndole, en voz alta:
“¡Déjalo Koba!, no te pongas en ridículo. Todo el mundo sabe muy bien que la
teoría no es tu fuerte”.
Por fin, en 1944, tras las tropas
soviéticas, puede volver a Hungría. Allí, desde su puesto como Profesor de
Estética y Filosofía de la
Cultura , en la
Universidad de Budapest, inicia un intenso período de
publicaciones y polémicas filosóficas, producto de los muchos trabajos
acumulados en la década anterior. Publica, en rápida sucesión, Goethe y su tiempo (1946), Ensayos sobre realismo (1948), El joven Hegel y los problemas de la sociedad
capitalista (1948), Karl Marx y Friedrish Engels como historiadores de
la literatura (1948), Thomas Mann (1949), Breve historia de la literatura alemana (1949), Existencialismo o Marxismo (1951), El asalto a la razón(1954). Todas obras
mayores, que lo confirman como uno de los intelectuales más importantes del
siglo XX, cuestión que es internacionalmente reconocida en múltiples homenajes,
en 1955, a
propósito de sus 70 años.
Aún así, como intelectual
intensamente comprometido con la política de su tiempo, encontró la manera de
participar en la construcción de la República Popular
Húngara, proclamada en 1947. Participó en el Consejo Nacional que la
constituyó, fue diputado, promovió una política de vía democrática hacia el
socialismo, afirmando de paso que su “auto crítica” por las Tesis de Blum en 1929, había sido meramente táctica,
con el único resultado de que fue nuevamente acusado dederechista.
A las acusaciones políticas directas se sumaron otras que apuntaban a sus
posturas filosóficas, a sus tendencias “cosmopolitas”. Lukács se retira una vez
más de la vida política directa en 1951. Sin embargo vuelve muy pronto, en
1956, para apoyar la democratización del socialismo húngaro promovida por el
propio Partido Comunista, dirigido entonces por Imre Nagy (1896-1958). Durante
el breve despertar húngaro de 1956 (junio-noviembre), fue nuevamente miembro
del Comité Central del Partido y Ministro de Instrucción Pública. El
movimiento, que se convirtió en una verdadera sublevación popular, fue
aplastado por tropas soviéticas. Lukács fue expulsado del Partido y deportado a
Rumania, donde permaneció bajo arresto por un año. Nagy fue juzgado en secreto
y finalmente fusilado en 1958. El sucesor implantado por los soviéticos, János
Kadar (1912-1989), sin embargo, en sintonía con las nuevas políticas anti
estalinistas de Nikita Jruschov, redujo rápidamente la fase represiva del
golpe, y progresivamente fue abriendo la vida política del país hacia la
reconciliación, un consistente crecimiento económico y una vida cultural más
plural que la que era común en los otros países del bloque soviético. Esto le
valió, a Kadar, ser depuesto de manera completamente pacífica en 1988, entre
honores y homenajes, después de regir el país por 32 años, sin las conmociones
que acompañaron al derrocamiento de casi todos los líderes históricos del mundo
socialista entre 1988 y 1992.
Para Lukács esto significó una vejez
apacible. De regreso a Hungría en 1957, a los 72 años de edad, retirado ya para
siempre de la vida política activa, pudo expresar sus opiniones contra el
estalinismo en varios escritos y entrevistas, interrumpido sólo muy
esporádicamente por los comentarios adversos de los encargados ideológicos del
Partido. Hay que considerar que en los años 60 había una oleada de anti
estalinismo incluso en los países socialistas, que terminó, por cierto,
abruptamente, con la invasión soviética a Checoslovaquia en Agosto de 1968. Hay
que considerar además que todas sus críticas se mantienen en un nivel de
prudencia básica, que nunca exceden lo que era habitual decir contra el
estalinismo desde el XX Congreso del Partido Soviético. Su prudencia, muy
ligada al contexto de la
Guerra Fría , tiene también profundas raíces en su sostenida
fidelidad al leninismo, que no se cansó de repetir una y otra vez a todos
aquellos que quisieron obtener de él opiniones más radicales contra Stalin.
Completamente entregado a la
redacción de su Estética,
cuyo primer tomo aparece en 1963, y de su Ontología del Ser Social,
que empezó a publicarse en 1971, Lukács empezó a ser cada vez más ampliamente
reconocido a lo largo de los años 60. Varios doctorados honoris causa de las más prestigiosas universidades
a ambos lados de la Cortina
de Hierro, múltiples ediciones y reediciones de sus obras, el inicio de la
publicación de sus obras completas, en varios idiomas, sucesivas entrevistas
con importantes intelectuales europeos, que dan lugar a varias publicaciones
con sus opiniones sobre filosofía, literatura y política, y también a varias
auto reconstrucciones de su trayectoria política y filosófica, incluyendo
retractaciones de sus retractaciones. Fue rehabilitado y readmitido en el
Partido Socialista de los Trabajadores Húngaros en 1969. Murió de cáncer, a los
86 años de edad, el 4 de Junio de 1971. Fue enterrado en Budapest con honores
de “Héroe del Pueblo”.
2.
Grandeza y Tragedia de Lukács
Tengo ante mi la primera edición de Las Uvas y el Viento (Nascimento, 1954), un hermoso libro
de Pablo Neruda, en la página 178 leo: “Stalinianos. Llevamos
este nombre con orgullo. Stalinianos. Es ésta la jerarquía de nuestro tiempo!
Trabajadores, pescadores, músicos stalinianos. Forjadores de acero, padres de
cobre, stalinianos!… No ha desaparecido la luz, no ha desaparecido el fuego, sino
que se acrecienta la luz, el pan, el fuego y la esperanza del invencible tiempo
staliniano!”. Tengo ante mí el número 34 de la revista Multitud,
(Abril-Junio de 1940), dirigida, escrita, diseñada, impresa y difundida por
Pablo de Rokha, adversario de Neruda, y leo, en el artículo titulado “Trotsky ha muerto”: “Trotsky jugó su papel de
espía y traidor a la URSS ,
es decir a la clase obrera… y los aventureros que lo victimaron le echan la
culpa a Stalin, el organizador de la victoria del socialismo en el planeta.
Como si a Stalin le hubiese interesado matar a un muerto!” Los ejemplos que se podrían dar, en
esta misma línea, son muchos. Y hoy en día son, por cierto, muy difíciles de
entender. Ambos poetas, por supuesto, en un momento política y cultural más
abierto, expresaron con perplejidad y prudencia sus críticas contra lo que,
ahora, les parecía notorio e inexcusable.
Lukács no tuvo ni la ingenuidad
candorosa, ni el curioso entusiasmo de nuestros poetas. Quizás porque estuvo
peligrosamente cerca durante décadas del centro y la fuente de tal entusiasmo.
Pero su actitud de compromiso, como las de Neruda y De Rokha, se mantuvo
inalterable, durante los 53 años en que se consideró marxista. Por un lado
trató de aportar lo mejor de sí a la lucha política directa por el socialismo.
Hemos visto que, en este plano, nunca tuvo demasiada fortuna. Por otro lado
defendió y desarrolló consistentemente a la teoría marxista como entorno
intelectual en el que se podía dar una lucha, paralela e integrada, en el campo
de las ideas. Su particular “espíritu de partido” (el famoso partinost leninista) no consistió en someterse a
los dictámenes del Partido, sino en mantenerse siempre del lado de la
revolución. El academicismo hipócrita, particularmente en el campo de los
llamados “post marxistas” y “post modernos”, ha criticado con extrema dureza
esta fidelidad. Una dureza exactamente inversa a la cuidadosa comprensión y
delicadeza con que se trata la adhesión de Martin Heidegger al nazismo, otro
intelectual que persistió en su “espíritu de partido”, contra todas las
evidencias y emplazamientos, hasta 30 años después de desaparecido el Partido
Nazi.
La trayectoria de Lukács, siempre al
borde de la excomunión por unas razones, y luego por las razones contrarias, es
característica de la de todo gran intelectual en una época en que los poderes
del mundo se sienten en peligro. Tiempos terribles que forman nuestro pasado y
que, seguramente, cuando pase este ominoso paréntesis de conservadurismo y
mediocridad que se abrió en los años 80, será también la tónica de nuestro
futuro. Es fácil, desde las apariencias de la tolerancia represiva que es el
sello de la dominación actual, condenar o festejar de manera unilateral a estos
gigantes del siglo XX que son Heidegger y Lukács. Es un poco más difícil pensar
hoy, en cambio, en que lo corriente es la cooptación y la venta al mejor
postor, cuál es el drama del gran intelectual frente a los dictados del poder,
por un lado, y de la enajenación escondida en sus propias ilusiones, por otro.
Su caso, que puede tener hondas
resonancias para los dramas de la shilenidad, es el de un intelectual que
adhiere, en un momento ya bastante avanzado de su obra, a las posturas más
izquierdistas de una revolución posible, que fracasa estruendosamente por 25
años y que es repuesta, de manera no menos estruendosa, desde el exterior, en
un régimen que ahogará una y otra vez sus intentos de autonomía. No es raro, no
debiera serlo para nosotros, en este país, que haya pasado, en menos de cuatro
años, de su izquierdismo entusiasta a posturas más bien socialdemócratas. No es
raro, no debiera serlo para nadie, que haya ligado esas posturas democratistas
a su oposición a la estalinización del socialismo húngaro. No es raro que ante
el poder sin contrapeso haya decidido refugiarse en una lucha más compleja, más
indirecta, como es la literatura o la crítica cultural.
Lo que puede ser menos comprensible,
sobre todo para los muchos que han pasado de maneras tan sospechosamente
oportunas y rápidas del revolucionarismo más extremo a la autoflagelación y el
escepticismo conservador, es que haya mantenido su profunda confianza
histórica, su profunda confianza en que el mundo podía ser mejor, en que se
podía terminar con la lucha de clases que agobia a la humanidad, y en que el
socialismo efectivo, concreto, en la práctica, era la mejor manera de
conseguirlo. Por esa confianza, que compartió sin duda con Allende, con
Guevara, y con tantos otros derrotados, es que no se le perdona aún en las
capillas académicas. Por esa confianza profundamente humanista es que se le
considera con recelo, se le omite, se desconoce su profunda influencia, se lo
lee de manera simplista.
Es respecto de estas omisiones, que
hay que medir la importancia de su rescate, de sus insistentes reposiciones en
el debate, por parte de los que creen que es posible una vía revolucionaria en
el ámbito del pensamiento. Muchos de los problemas y de las soluciones que
pensó y propuso no son ya nuestros problemas, y no tendrían porqué ser nuestras
soluciones. Los tiempos han cambiado, las formas de dominación también. El
estalinismo es para nosotros un viejo fantasma, que sólo se mantiene en las
izquierdas abiertamente minoritarias, o en la mala voluntad de los
profesionales de la voltereta. Los problemas de la industrialización forzosa
han quedado sobrepasados por los revolucionarios cambios en la
reindustrialización post fondista. El problema de un arte de Estado coincide
hoy simplemente y sin disimulo con el del arte de y para el mercado. La
confianza en la independencia de las Ciencias Naturales respecto de los
problemas políticos ha sido y debe ser puesta hoy seriamente en duda, dado su
uso a gran escala precisamente en contra de la liberación humana. Las
esperanzas de Lukács sobre las virtudes y eficacias de la democracia pueden ser
hoy puestas seriamente en duda, ante el espectáculo de la democracia que sólo
funciona como mecanismo de legitimación. Muchos de los debates marxistas del
siglo XX, que dependieron tan estrechamente de las formas de la vida y la lucha
social que los rodeaba, hoy simplemente han perdido vigencia.
Sin embargo el poderoso Lukács nos
sorprende, con su profundidad, con su alcance, por sobre todos estos cambios.
Su notable crítica del irracionalismo moderno, sus agudas observaciones sobre
el realismo en arte, su defensa de la dialéctica hegeliana como recurso para la
crítica. Sus análisis culturales, son hasta hoy un modelo respecto del que toda
crítica cultural debe pronunciarse, y son ampliamente imitados bajo las capas
de embellecimiento trivial incluso por sus críticos más enconados. Es en estos
planos, mucho más teóricos, que en las peripecias de la política marxista del
siglo XX que, creo, tiene sentido discutir hoy sobre su obra. Es en el plano de
la construcción de futuro que tiene sentido recurrir a esta densa erudición del
pasado. Es sobre el asunto mismo, más que sobre los textos o las citas. Es
sobre el intertexto, más que en torno al contexto, que la discusión puede ser
nuevamente productiva.
Razones teóricas para discutir en
torno a Lukács no faltan. Yo creo, sin embargo, que tanto en el campo académico
como en el de la política convencional, el gran asunto, el gran espanto que
produce hasta hoy su postura, es el de la figura de un intelectual en lucha. El gran asunto es
el de cómo los intelectuales se suman, o se restan, a la gran lucha de todos.
No quedan muchos Noam Chomsky en el mundo. Habrá que crearlos, habrá que
discutir sobre su influencia, sus límites, sus modos de relacionarse con el
poder, con el movimiento popular del que forman parte de hecho. Leo, en las
páginas finales de su Canto General (1950), la esperanza de Pablo Neruda:
“Escribo para el pueblo aunque no pueda
leer mi poesía
con sus ojos rurales.
Vendrá el
instante en que una línea, el aire
que removió mi
vida, llegará a sus orejas,
y entonces el
labriego levantará sus ojos,
el minero
sonreirá rompiendo piedras,
el palanquero
se limpiará la frente,
el pescador
verá mejor el brillo
de un pez que
palpitando le quemará las manos,
el mecánico,
limpio, recién lavado, lleno
de aroma de
jabón mirará mis poemas,
y ellos dirán
tal vez “Fue un camarada”.
Eso es
bastante, esa es la corona que quiero.”
Yo creo que Georg Lukács esperaba lo
mismo de su obra.
3.
Historia y Conciencia de Clase
La colección de ocho artículos que es Historia y Conciencia de
Clase fue publicada
en 1923, el mismo año en que Karl Korsch publicó Marxismo y Filosofía. Son textos que
marcan, en general, la transición del pensamiento de Lukács desde el
democratismo revolucionario, influido por el anarcosindicalismo de Ervin Szabó,
que murió en 1918, y el izquierdismo de Rosa Luxemburgo, asesinada en 1919, a la valoración
leninista de la vanguardia organizada como Partido, que hará explícita en su
texto Lenin, de 1924.
Escritos al calor de la lucha
política concreta, Lukács hace en ellos lo que mejor sabe hacer: recurrir a su
enorme erudición, a sus poderosas herramientas académicas, para postular un
fundamento teórico. Un fundamento que ilumine la práctica, un fundamento que
muestre, de manera inversa cómo surge él mismo de la política concreta. Dada su
formación y su trayectoria intelectual hasta 1918, dado el contexto
universitario del que proviene, todo en ellos resulta novedoso y sorprendente.
En primer lugar su resuelta vocación política revolucionaria, en segundo lugar
su apelación a una lectura marxista de las ideas de Hegel, en total contraste
con las tendencias teóricas de su época, en tercer lugar por la ambiciosa
combinación de política contingente y teoría filosófica que pretende. Es
necesaria una mínima enumeración del contexto teórico en que aparecen para
mostrar estos contrastes.
En la época de la Primera Guerra
Mundial el neokantismo,
oscilando entre el positivismo y el idealismo ético, ha dominado en las
universidades europeas ya por casi cuarenta años. En su corriente dominante, ha
declarado la autonomía de las Ciencias Naturales, el fin de la metafísica, la
incognoscibilidad última de lo real. En términos prácticos ha predicado la
neutralidad ética del filósofo y del científico, y ha promovido la
academización del saber, la diferencia de hecho entre la actividad
universitaria “pura” y el mundo de la vida común. La escuela neokantiana, sin
embargo, está en crisis. Muchos intelectuales, desde varias perspectivas, muy
diversas entre sí, han empezado a criticar su enclaustramiento, su negativa a
valorar la experiencia inmediata, vital. El irracionalismo de Nietszche, la
fenomenología de Brentano y Husserl, las exaltaciones del romanticismo en
Bergson y Dilthey, constituyen un arco de oposición frente al positivismo y el
evolucionismo de corte científico, por un lado, y el idealismo ético abstracto,
que son sus prolongaciones y consecuencias. Las vanguardias estéticas, desde el
post impresionismo hasta el dadaísmo, completan y refuerzan un clima de
nerviosa efervescencia intelectual.
En el campo marxista, ampliamente
hegemonizado por el kautskysmo de la Segunda Internacional ,
sin embargo, toda esta agitación permanece más bien lejana. Impera un tranquilo
positivismo naturalista, cuya expresión práctica es el reformismo amparado en
un fundamento evolucionista. Kautsky puede declarar, sin rubor ni escándalo:
“las revoluciones no se hacen, se esperan”. Y también: “primero he sido
darvinista, eso es lo que me llevó al marxismo”.
Un elemento muy relevante, sobre el
que rara vez se ha llamado la atención con la fuerza que requiere, es que en
esta época (1890-1930), en el movimiento obrero se siente y se practica un
profundo prestigio de la cultura. Abundan las bibliotecas populares, las escuelas
para trabajadores, los ateneos literarios y círculos de discusión y
autoaprendizaje. Esto ha creado una amplia zona de contacto entre obreros e
intelectuales universitarios, de la que surgirán innumerables obreros
ilustrados, por un lado, e intelectuales de la alta cultura que se vuelcan a la
revolución. Estos obreros son, en realidad, el “intelectual orgánico” del que
nos habla Gramsci. Un tipo social muy distinto de la hegemonía de intelectuales
y estudiantes en las nuevas izquierdas posteriores, en los años 60 y 70.
Sin embargo, en este reciente acceso
masivo a la cultura reina el optimismo ilustrado, el naturalismo reformista, la
completa confianza en los poderes liberadores de la ciencia, por supuesto, bajo
el modelo de las Ciencias Naturales. Abundan los clubes positivistas, en los
círculos políticos radicales se admira sin contrapeso el sinónimo entre Ciencia
Natural y Progreso. El mismo Federico Engels afirma, justamente en el entierro
de Marx: “Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza
orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana”.
En el campo de las ideas, el
reformismo derivado del socialismo ético de estilo kantiano, predicado por los
austromarxistas, o derivado del positivismo naturalista, propio del kautskysmo,
resultó completamente inadecuado para vehiculizar, e incluso para comprender,
esta oleada de llamamientos a la acción. La discusión clave se produjo en torno
al “elemento subjetivo”, al papel de la subjetividad y la conciencia
revolucionaria en relación a los dictados de las leyes históricas. Bajo un
concepto determinista y evolucionsita de las leyes (naturales, sociales,
éticas), como el que imperaba, la subjetividad y la conciencia son un efecto
estricto de las condiciones sociales. La famosa afirmación “no es la conciencia
la que crea el ser social, sino el ser social el que crea a la conciencia”, que
es del mismísimo Marx, podía ser interpretada de manera determinista. Creer lo
contrario era idealismo, voluntarismo, e incluso aventurerismo. Agregando a
cada una de estas acusaciones, por supuesto, otra, agravante: “pequeñoburgués”.
En la lógica de la Segunda Internacional ,
la preocupación por el “elemento subjetivo” no pasaba de iniciativas
pedagógicas, y la relación entre conciencia y acción inmediata o, al revés,
entre la acción como elemento formativo directo y la teoría como efecto, corría
más bien por cuenta de los anarcosindicalistas, o los representantes del
anarquismo radical. Hay que recordar que Lenin fue acusado, ya desde 1903, de
“blanquista” por la mayoría menchevique del Partido ruso (1). Entre los
elementos anarquistas más intelectuales era frecuente la influencia de
Nietszche, o de la filosofía vitalista de Bergson, con los consiguientes
efectos individualistas, irracionalistas, e incluso nihilistas.
Es por eso que los casos de Rosa
Luxemburgo y de Vladimir Lenin, son singulares. A pesar de las mistificaciones
posteriores, el hecho bruto es que sus proposiciones fueron abiertamente
minoritarias entre los marxistas anteriores a la revolución de Octubre. Como
fue minoritaria, en general, la llamada izquierda de la Segunda Internacional.
Quizás esta postura minoritaria se pueda entender considerando la extraña
mezcla que proponían: por un lado una amplia confianza en el poder de una
epistemología y una concepción puramente científica de lo social, por otro lado
una exaltada confianza en el poder de la voluntad política para cambiar las
reglas del juego, para alterar todo lo que pareciera determinación histórica.
En Rosa Luxemburgo esta combinación se expresa en sus ideas en torno a la
huelga de masas, a la posibilidad de que una escalada desde la huelga
reivindicativa hacia la huelga propiamente política conduzca a un reforzamiento
de la conciencia revolucionaria de las masas y desemboque en un proceso
revolucionario. En Vladimir Lenin se expresa en la idea de que la conciencia
revolucionaria no es espontánea, y que debe ser creada y reforzada desde la
vanguardia que es la intelectualidad obrera, organizada como Partido de
revolucionarios profesionales.
Ambos enfoques no habrían pasado de
ser una curiosidad política, a medio camino entre naturalismo y voluntarismo,
si no hubiese sido por las enormes conmociones sociales provocadas por la Primera Guerra
Mundial, producto a su vez de la ambición imperialista llevada al extremo. La
época revolucionaria que se abre en 1917 lo acelera todo, hace posible todo.
Muchos anarquistas encausan su vitalismo como bolcheviques de izquierda, muchos
mencheviques y anarcosindicalistas se pasan a las filas del leninismo. Es el
camino de Trotsky, Lukács y Benjamin. Es el camino de las trágicas izquierdas
de los años 20, que naufragarán luego bajo la represión fascista y estalinista.
Lukács y Korsch se dan a la gran
tarea de ofrecer un fundamento teórico más consistente para ese énfasis en el
poder de la voluntad. Para esto se proponen fundar el llamado a la acción en
algo más que el entusiasmo neorromántico de tipo nitszcheano, y en
contraposición al naturalismo ilustrado del kautskysmo. Argumentan que la
conciencia empírica del proletariado no es más que un dato inicial, sobre el
cual la voluntad política debe trabajar para construir un sujeto revolucionario
efectivo. Deben argumentar, de manera simétrica, que la voluntad vacía,
meramente fundada en sí misma, no es suficiente. Argumentan que la
determinación histórica es sólo un dato empírico inicial, y que es la práctica
revolucionaria la que puede llevar más allá de los límites que parecen
irremontables. Deben argumentar, en consecuencia, que esos límites históricos
no son naturales, sino sólo proyecciones de la enajenación o, en sus términos,
realidades reificadas. La fórmula general, para sostener estos contrapuntos y
equilibrios es hoy muy conocida, y tuvo una profunda influencia: se trata, en
buenas cuentas, de la unidad en la acción política misma, de la teoría y la
práctica.
Los argumentos de Lukács, como los de
Korsch, Gramsci y Trotsky, operan sobre la base de un gran referente. Ha
ocurrido ya una gran experiencia histórica que muestra que esa unidad es
posible: la gran gesta política leninista. Por supuesto, entre 1918 y 1922,
cuando se escriben estos textos, todo lo que se ve del leninismo es una
seguidilla de audacias y éxitos resonantes. Las flagrantes derrotas en Alemania
el 18, en Hungría el 19, en Polonia el 20, en Alemania e Italia el 21, e
incluso los episodios oscuros como la sublevación y represión de Kronstadt en
Petrogrado, el 21, o la guerra contra el ejército anarquista de Nestor Majno,
en Ucrania, el 21, no se ven aún en la perspectiva de su trágico significado.
Aún todo es entusiasmo.
Las sombras se hacen presentes, sin
embargo, ya desde la primera hora y, en este caso, justamente en virtud de la
contundente superioridad intelectual de la perspectiva de Lukács. Tal como
ocurre en Gramsci, él ve con toda claridad la notoria paradoja que se produce
entre la retórica naturalista y el énfasis en la voluntad en los propios
bolcheviques. El grueso materialismo cienticista de Plejanov y Bujarin,
respaldado por el propio Lenin, no es muy distinto del de la Segunda Internacional.
Ya Rosa Luxemburgo ha tenido la perspicacia de desconfiar de una voluntad
revolucionaria que se enuncia como si su certeza proviniera de la objetividad
de la ciencia. Antes de ser asesinada, en 1919, ha alcanzado a
escribir sobre sus aprensiones en torno a las consecuencias totalitarias
posibles de una conciencia que no reconoce otro referente que lo que considera,
ella misma, como certeza científica. Kautsky ha expresado, desde 1905, a pesar de su
naturalismo, inquietudes parecidas. Por supuesto las opiniones de Kautsky caen,
ante los ojos bolcheviques como todo lo que proviene del “renegado Kautsky”.
Simétricamente las de Rosa Luxemburgo se pierden bajo la acusación general de
“izquierdismo infantil”.
La solución de Lukács ante estos
dilemas asombra hasta hoy por el giro que produce, completamente inesperado en
este clima intelectual. Recurre a Hegel, un gran olvidado, un archi repudiado,
para sostener que una voluntad racional es posible porque el objeto de la
acción revolucionaria coincide con su sujeto. Porque la unidad efectiva de la
teoría y la práctica se da en la práctica política misma. Sin saberlo, recurre
a Hegel de la misma manera en que lo ha hecho Marx, en sus escritos juveniles,
al criticar a Feuerbach. Sin saberlo, porque sólo tendrá acceso a esos textos
desde 1930, diez años más tarde. La ortodoxia de Lukács consistió en algo más
que repetir a Marx, consistió en razonar desde su mismo espíritu.
Pero, en realidad, sólo desde el
poder se puede ser ortodoxo. Es el poder el que decide qué lecturas de la
realidad obedecen a los maestros elegidos y cuáles no. La desgracia de Lukács,
progresiva, se le viene encima desde varios frentes, cada uno de ellos perfecta
e irónicamente prácticos. El Partido húngaro no logra convertir estas tesis,
tan verdaderas, en verdad efectiva. El Partido ruso se ve encerrado en la
necesidad de su defensa exterior e interior. La revolución industrial,
imperiosamente necesaria para realizar el socialismo, requiere de ese
naturalismo que en la acción política se rechaza. La voluntad radical choca,
una y otra vez, con los dictados férreos de la política concreta en la
situación concreta. El gran acierto de Lukács, que es el de Marx mismo, la
primacía de la praxis, parece muy útil en la revolución triunfante, pero
palidece como oportunismo inmediatista en el momento de la consolidación del
poder. Ya Anatoly Lunacharski, gran amigo y compadre de Lenin, ha afirmado
sobre él, con misteriosa sabiduría: “Lenin llegó a poseer una enorme
perspicacia política. Tiene el don de elevar el oportunismo al nivel de lo
genial”. En Enero de 1924, el gran conductor, el oportunista genial, muere, y
tras él queda sólo el desierto, que es la realidad.
Es criticado de “idealista” no porque
lo sea, sino porque el énfasis en la voluntad debe retroceder ahora, en la
tarea de defensa del poder. Los críticos ven claramente la conexión entre el
pecado filosófico del idealismo y el pecado político del voluntarismo. Y
critican a este último a través del primero. Lukács ve esta conexión y su
autocrítica, en más de un sentido, es rigurosa y sincera. La política es más importante
que la vanidad teórica. Pero las críticas que le dirigen son débiles. Descansan
en un materialismo poco defendible, y en la simple apelación a una situación de
hecho: el triunfo del leninismo. La sofisticación de la autocrítica de Lukács
esconde una ironía: reconoce el pecado político, pero defiende la misma idea,
ahora amparándose en Lenin. El materialismo o no de una postura determinada
sólo puede decidirse considerando la práctica política a la que da lugar. En
eso consistiría el materialismo de Lenin, en su apego a la práctica política
como criterio teórico. No hay que ser demasiado sutil para ver en este criterio
la misma idea de unidad práctica del sujeto y del objeto de la que parece estar
retractándose.
Los críticos insisten, sólo que ahora
criticándolo de “derechista”. Él se dedica a investigar el irracionalismo en la
filosofía alemana para fundamentar su condena al totalitarismo que emerge. Hoy,
setenta años después, no hay que ser muy sutil para constatar que sus críticas,
tan militantes, pueden volverse contra el mismo poder que parece defender. Una
ironía, por supuesto, que la mala voluntad política con que es juzgado hoy
impide ver completamente. En su vilipendiado Asalto a la Razón , Lukács se
refiere Schelling, a Fichte, en términos que son aplicables a los jerarcas
ideológicos y políticos soviéticos, como Deborin o Zinoviev. Argumenta allí no
sólo sobre el irracionalismo explícito y militante, como el de Schopenhauer o
Nietszche, sino también en torno a la simetría entre ese extremo y el del
cienticismo extremo y abstracto de los fundadores de las Ciencias Sociales.
Argumenta en torno a la sutil conexión entre irracionalismo romántico y el
irracionalismo encubierto en la
Ilustración pura. Un tema muy hegeliano, que suele hoy
atribuirse a Adorno y Horkheimer, que lo han calcado sin pudor alguno de éste
maestro oculto, al que omiten de manera tan visible. Hay quienes han sido
capaces de encontrar críticas al totalitarismo en Heidegger, a pesar de su
porfiada fidelidad silenciosa al nazismo. Casi nadie es capaz de concederle
este tipo de ironía a Lukács, a pesar de sus reiteradas y explícitas críticas
al estalinismo.
Es ese marco histórico, grandioso,
excesivo, y sus largas consecuencias, el que hace resaltar la grandeza y la
tragedia de Historia y Conciencia de
Clase. Sus textos contienen una honda reflexión, que trasciende
largamente sus circunstancias, sobre el problema de la voluntad en la historia.
Se puede decir así: la gran tarea filosófica de Lenin ha sido la de poner la
voluntad en la historia, y mostrar sus posibilidades; la tarea correspondiente
de Stalin ha sido la de poner la historia en la voluntad, y mostrar sus
límites. Lukács y Heidegger son los filósofos que más profundamente han visto
este conflicto. Heidegger ha sido llevado por estas turbulencias desde Hitler a
la melancolía, teórica y práctica. Lukács ha sobrevivido apenas tratando de
mantener a la vez la razón y la esperanza.
Todos sus escritos posteriores
podrían ordenarse en torno a ese conflicto. En sus textos contra el
irracionalismo, y contra el arte meramente abstracto, ha expuesto los peligros
de la voluntad pura: el nihilismo, la autoreferencia, la facilidad con que se
hace cómplice de los poderes de turno. En sus escritos sobre Hegel, y sobre un
realismo artístico crítico, ha defendido la posibilidad de una voluntad
racional, que no es ajena al objeto práctico desde el cual se constituye. En su Estética, en suOntología,
ha defendido una línea de fundamento teórico que excede ampliamente las
ingenuidades infantiles de los romanticismos y las trivialidades autoritarias
de la Ilustración.
Es por eso que hoy sus razones, que
la razón ilustrada no comprende, pueden ser pertinentes. La prepotencia
autosuficiente de las Ciencias Sociales, y las vanidades intelectualistas de la
deconstrucción, repiten hoy el sonsonete del positivismo (que deviene mero
formalismo) y del irracionalismo (en su grado infantil de moda académica). Ante
estos espantos contemporáneos, bienvenido sea nuevamente Lukács. Quizás volver
a pensar en torno a sus textos sea un indicio de un tiempo nuevo.
4. La
autocrítica de 1967
Cuarenta años después de su publicación, Lukács escribió un nuevo Prólogo a Historia y Conciencia de Clase(2).
Sin presión alguna, ampliamente protegido por su edad (tenía 82 años), por su
enorme prestigio internacional, en el contexto de apertura cultural que era
entonces característica del socialismo húngaro. Bajo un clima político
favorable: la invasión soviética a Checoslovaquia aún no había ocurrido, y la Primavera de Praga estaba
en pleno auge.
El texto, sin embargo, contiene una
severa crítica a las ideas contenidas en su libro más famoso. Una y otra vez
recalca lo lejos que está ahora de esas ideas. Insiste en que sólo accede a
publicarlo como contribución a la historia de las ideas. Se queja del uso y la
significación que ha tenido, sobre todo en la “intelectualidad burguesa”.
Por supuesto, todo excede las
intenciones y fines que su autor quiere conferirle. Más allá de lo que el
propio autor llegue a pensar más tarde cualquier texto, no sólo éste, puede ser
defendido por sí mismo, compartiendo las opciones que le dieron origen. Con o
sin la autocrítica de Lukács, Historia y Conciencia de
Clase sigue y seguirá
siendo un texto fundamental, para varios de los muchos marxismos posibles. No
sólo en general. En realidad la vigencia de un conjunto de ideas se mantiene,
decae, vuelve a ser importante, una y otra vez, de acuerdo a los diversos
contextos en que se lo lee. No existe no la verdad, ni el error, abstractos, no
situados, por sobre la historicidad de la escritura. No hay tampoco un marxismo
correcto respecto del cual juzgar su verdad eventual.
Sin embargo, las críticas de Lukács
no son, como ninguno de sus escritos, ni triviales, ni banales. Una vez más el
gran Lukács nos sorprende con su poderosa inteligencia, sin la distorsión de un
contexto político opresivo. Es necesario considerar sus críticas, en primer
lugar, entre las muchas críticas que se podrían hacer a estos escritos
fundamentales.
Se podría decir que la gran
preocupación que recorre a esta autocrítica es el irracionalismo, en
particular, las consecuencias irracionalistas del voluntarismo. Hay en esto un
aspecto muy visible: el irracionalismo de las ultraizquierdas de origen
existencial. Hay otro menos obvio, pero mucho más relevante: el irracionalismo
expresado como totalitarismo estatalista, amparado en una ideología
“científica”. Lukács es directo y explícito respecto del primero, pero, una vez
más, es oblicuo respecto del segundo.
Por un lado nos dice que en 1923 sus
escritos están aún bajo la influencia de subjetivismo e idealismo. Esto lo
habría llevado a confundir, siguiendo de manera simple a Hegel, las nociones de
“extrañamiento” [Entfremdung, literalmente, extrañación] y “objetivación”
[Vergegenständlichung, que Manuel Sacristán traduce como “objetificación”].
Dice Lukács, “este error, fundamental y grosero, ha contribuido sin ninguna
duda mucho al éxito de Historia y Conciencia de
Clase”. La diferencia, que tras la lectura de los Manuscritos de
Marx le parece clara, sería que objetivacióndenota
un rasgo constitutivo de todo ser, de todo proceso, mientras queextrañamiento sería la dimensión histórica agregada,
excedente, producida en el contexto de la explotación humana que, como tal,
sería superable a través de la realización de un proceso revolucionario. Al
identificar ambas se produce, según Lukács, una elevación de la alienación [Entäusserung], que es el problema de
fondo, tras el extrañamiento, al carácter de aspecto insuperable de la
condición humana. Como se puede apreciar, sostiene, en la crítica cultural
burguesa: “baste pensar en Heidegger”.
Esta identificación llevaría a
subestimar la importancia de la objetividad, y convertiría la teoría social en
una mera reflexión sobre condiciones subjetivas idealizadas. Cuestión que resultaría
agravada si se identifica sin más al sujeto y al objeto, sin advertir las
condiciones históricas, políticas concretas, en que esta identificación tiene
sentido revolucionario. Planteadas las cosas de esta manera, implicaría que la
superación de la alienación sólo es posible bajo la condición de superar la
propia objetividad, es decir, sólo “espiritualmente”. Un terreno en el cual
podría terminar pensándose como simplemente insuperable. Todo el planteamiento
habría sido completamente idealista, y habría favorecido su interpretación
idealista y conservadora.
En el mismo plano, en virtud del
mismo defecto, el tratamiento de 1923 habría dejado de lado los aspectos
propiamente materiales de la situación revolucionaria, esto es, sus fundamentos
en la situación económica. Sólo bajo este fundamento habría, según Lukács, un
enfoque realmente materialista. Pero también, ahora en otra dirección, le
preocupa su identificación apresurada entre naturalismo y realismo, como si no
pudiese formularse la idea de un realismo dialéctico, no positivista. Se trata,
pues, de la consideración de la realidad económica, pero no a la manera del
determinismo tecnológico propugnado por Bujarín, para el que la técnica opera
casi como una fuerza natural. Sino bajo un realismo en que son las fuerzas sociales las
que están a la base de todo desarrollo de las fuerzas productivas. Un realismo que sea capaz de considerar
dialécticamente la teoría del reflejo, defendida por Plejanov y Lenin. Un
realismo social, historicista, que es el que desarrollará mucho más tarde en su
idea de una “ontología del ser social”.
Se debate Lukács aquí en terrenos
pantanosos, rodeado de poderosos enemigos. Por un lado quiere defender el
objetivismo desde el cual se ha podido llevar adelante la revolución de las
fuerzas productivas en los países socialistas. Un proceso que requiere de una
honda confianza en las posibilidades de la ciencia y la técnica. Por otro lado
quiere confirmar la distancia que siempre ha tenido respecto de los
deterministas, los materialistas vulgares, los economicistas simples… que
abundan entre los teóricos estalinistas. Por un lado quiere defender la
objetividad de los procesos históricos y políticos, pero a la vez distanciarse
del que sólo afirma la determinación, sin el papel movilizador de la
subjetividad. Por un lado quiere criticar a los voluntaristas, por idealistas,
pero a la vez quiere defender el papel de la subjetividad.
Confrontado con exigencias tan
opuestas, Lukács se refugia en el método. Los dos grandes aportes de este libro
que le parece tan distante serían el uso de las categorías de mediación y de totalidad.
La primera le permite afirmar una prudencia elemental: siempre es posible
afirmar “tanto esto como lo otro”. La segunda es también un escape a las
eventuales aporías: cuestiones que son ciertas para el todo (como la identidad
del sujeto y el objeto) podrían no ser ciertas para la concreción de lo
particular (como la relación entre el hombre y la técnica). Se podría agregar
también que la afirmación de la historicidad le ayuda a mantener la coherencia:
muchas de estas polémicas parecen tales sólo porque se las considera de manera
ahistórica, abstracta, como si no estuviesen sometidas a la voluntad humana, a
la política.
Cuando nos preguntamos cuál es el
sentido de estos vaivenes, la situación real en que los piensa, la
confrontación trágica vuelve al primer plano: una política ultra izquierdista
que ha fracasado, una revolución industrial con contenido social que es
imperioso defender. En el mundo burgués el fracaso de la extensión de la
revolución a nivel mundial ha favorecido el idealismo irracionalista,
conservador, como en Heidegger, e incluso progresista, como en el Sartre de El Ser y la Nada. En el mundo socialista las necesidades de la revolución
industrial han llevado a un régimen que tiende a expresarse de maneras
naturalistas, deterministas. La defensa vulgar del socialismo real se parece
extrañamente, en sus argumentos, a los ataques que originalmente sufrió por
parte del marxismo reformista de la Segunda Internacional.
Yo creo que, junto a ésta línea de
ataques, contra el idealismo, la línea oculta de la argumentación contenida en
esta Autocrítica de 1967, se puede encontrar en una
frase aparentemente clara, pero principio misteriosa “ese discípulo de Zinoviev
que fue Bela Kun”. Lukács enmarca su autocrítica completamente en un relato en
torno a las circunstancias políticas en que los textos de Historia y Conciencia de Clasefueron
escritos. Repasa sus propias posturas contradictorias, en aquel período. Centra
sus recuerdos en la necesidad que tenía de combatir, en el plano de la política
del Partido Húngaro, las tendencias “sectarias”, ultra izquierdistas, de Bela
Kun. Describe su relación con la revista Kummunismus aceptando la interpretación
prevaleciente de que se trataba de una publicación ultra izquierdista
“justamente criticada por Lenin” por su mesianismo anti parlamentario, utópico,
idealista. Declara su apoyo a la fracción de Eugen Landler, “hombre de
inteligencia superior”, (1875-1928), partidaria de una transición democrática,
previa a la lucha por el socialismo, en Hungría. Relata que su Programa, las
“Tesis de Blum” (1929), formuló de manera práctica las ideas de Landler, que
murió en 1928. Sostiene que nunca se arrepintió realmente de esas tesis, y que
sus retractaciones al respecto sólo tuvieron un objetivo táctico: “mantenerse
dentro del bando revolucionario”.
Pero, en medio de estas
consideraciones, Lukács hace una diferencia crucial. Bela Kun habría formado
parte de una tendencia sectaria en el sentido de que era mesiánica, utopista,
voluntarista. Este sectarismo debería ser distinguido, sin embargo, de otro: “Está claro que al hablar del sectarismo de los
años veinte no se le debe confundir con la variante de sectarismo que ha
conocido la práctica estaliniana. El sectarismo estalinista se propone ante
todo defender las relaciones de poder dadas contra toda reforma, o sea que es
un sectarismo de objetivos conservadores, y de carácter burocrático en sus
métodos. El sectarismo de los años veinte, por el contrario, tenía objetivos
mesiánicos y utópicos, y sus métodos revelaban tendencias básicas
categóricamente antiburocráticas. Por lo tanto, esas dos tendencias que hoy
conocemos con el mismo nombre no tienen más que el nombre en común, mientras
que internamente representan una tajante contraposición”.
Cuarenta años después Lukács no puede
sino estar conciente de la tragedia implicada en esa “tajante contraposición”:
Bela Kun será fusilado en los juicios de Moscú, por su pasado ultra
izquierdista, el mismo Zinoviev será también fusilado, bajo la acusación de
tener un pasado reformista. Zinoviev, el que “ha introducido los usos
burocráticos en la
Tercera Internacional ”. Hombres como Zinoviev, que terminó
siendo devorado, fueron también los maestros del ultra izquierdismo mesiánico
de hombres como Bela Kun. El sectarismo estalinista quizás no sea otra cosa que
el irracionalismo mesiánico puesto en el poder. Ese “verdadero discípulo de
Zinoviev” que fue Kun resulta, bajo esta luz, una anticipación terrible. Esta
es, creo yo, la carta oculta que el astuto Lukács nos deja en su Autocrítica de 1967. Cuarenta años
después del mismo Lukács, aún es pertinente que pensemos en ella.
Carlos Pérez Soto
Universidad Arcis
Santiago, 15 de Octubre de 2008.-
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(1) August Banqui (1805-1881) predicó
la toma del poder político a través de un golpe militar, llevado a cabo por una
minoría de militantes especialmente adiestrados, que convocarían, de manera
ejemplarizadora, el apoyo de las masas a partir de esa demostración de fuerzas.
Puede ser considerado como el ejemplo clásico de política vanguardista y
voluntarista. El propio Marx, en varios pronunciamientos cuidadosamente
omitidos por los teóricos de la Segunda Internacional ,
alabó sus ideas.
(2) Este texto, fechado en Marzo de
1967, fue publicado en el segundo tomo de la edición alemana de sus Obras
Completas, que contiene sus obras escritas entre 1918 y 1933.
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