Por: Paquita Armas
Fonseca
Hoy el mundo, sí, el mundo celebra el cumpleaños 196 de
Carlos Marx. Lejos de abandonar las bibliotecas actualmente El capital, su obra
cumbre, sigue siendo texto de consulta obligado.
Del libro Moro, el gran aguafiestas, de Paquita Armas Fonseca, texto con una edición en Pueblo y Educación para el acceso a sus páginas de los estudiantes de la enseñanza media en adelante, ofrecemos este capítulo.
TODO LO QUE SÉ ES QUE YO NO SOY
MARXISTA
Si ha existido un hombre que ha despertado pasiones
contrapuestas, ese es Carlos Marx. Con un carácter indomable, polemista
brillante, orador carismático, atractivo para cualquier ser pensante, El
Prometeo de Tréveris devino Dios de la verdad para una gran parte de los seres
humanos, o el Diablo Rojo, para otra. No fue —ni es— un Dios o un Diablo. El
mismo sería el primero en exigir —de poder hacerlo— que su vida y obra
estuvieran situadas en el escalón más alto del planeta: en el de un hombre con
sus virtudes y sus defectos.
Lenin
afirmó alguna vez que el marxismo es exacto porque es dialéctico. La frase es
un ejemplo clásico de contradicción aparente y, sin embargo, es en sí misma de
una coherencia admirable: la exactitud de la dialéctica radica en la propia
dialéctica, sujeta a cambios, evoluciones y a un desarrollo perpetuo.
Pero, en detrimento de El Moro, no todos sus estudiosos se
llaman —ni son— Lenin.
Plagiado,
incomprendido, tergiversado, dividido en el Marx joven y el Marx viejo, en el
siglo XX, aún en vida comenzó a percibir las malas interpretaciones que se
hacían de su teoría. Con un grado de cólera comprensible —se trataba nada menos
que de sus yernos— el 11 de noviembre de 1882 le escribía a Engels: “¡Que se
vayan al diablo Longuet, el último proudhoniano,(1) y Lafargue, el último
bakunista!”(2)
A
Pablo Lafargue, el 27 de octubre de 1890, Engels le enviaba una carta en la que
comentaba el arribismo que existía en el partido socialdemócrata alemán:
Ha habido revueltas de estudiantes, literatos y otros
jóvenes burgueses desclasados se han lanzado al partido, han llegado a tiempo
para ocupar la mayoría de los puestos de redactores en los nuevos
periódicos que pululan y, como de costumbre, consideran la universidad burguesa
como una escuela de Saint Cyr socialista que les da derecho de entrar en las
filas del partido con el título de oficial, si no de general. Estos señores
practican todos el marxismo, pero de la especie que se conoce en Francia desde
hace diez años, y del que Marx decía: “Todo lo que sé es que yo no soy
marxista”. Y probablemente diría de estos señores lo que Heine decía de sus
imitadores: “Sembré dragones y coseché pulgas”.
Ni como estilo literario, ni en el papel de padre, ni en
el de amigo, ni siquiera con sus enemigos Carlos Marx intentó imponer sus
criterios. Podía ser mordaz o directo, dulce o cáustico, mas no utilizaba el
manido —y dañino— método de que si lo digo yo, es así.
En
su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, definió: El arma de la crítica
no puede, evidentemente, reemplazar la crítica por las armas, la fuerza
material debe ser subvertida por la fuerza material; pero la teoría también
deviene fuerza material en cuanto penetra en las masas. La teoría es capaz de
penetrar las masas cuando ella hace demostraciones ad hominen (3) y hace
demostraciones ad hominen cuando deviene radical. Ser radical es tomar
las cosas por la raíz. Y la raíz, para el hombre, es el
hombre mismo.
¿No se equivocó Marx nunca en sus apreciaciones? Sí, y en
más de una oportunidad, tanto con personas como con las expectativas de
movimientos sociales. Después del fracaso de las revoluciones de 1848, él y
Engels aseguraban que un nuevo estallido conmocionaría a Europa. La Liga de los
Comunistas se escindió, la reacción estaba nuevamente en pleno uso de sus
poderes. Los colosos sostienen este intercambio:
A
mí me agrada mucho este aislamiento público ––le escribía Marx a Engels el 11
de febrero de 1851–– en que nos encontramos ahora tú y yo. Se ajusta totalmente
a nuestra posición y a nuestros principios. Eso de andarse haciendo concesiones
mutuas, de tener que aguantar por cortesía todas las mediocridades y de
compartir ante el público con todos estos asnos el ridículo que echan sobre
el partido, se ha acabado.
La
respuesta no tardó más de 48 horas:
Por fin volvemos a tener ––por vez primera, desde hace mucho tiempo–– ocasión de demostrar que nosotros no necesitamos de popularidad ni del apoyo de ningún partido de ningún país, y que nuestra posición está por entero al margen de todas esas miserias. En adelante, sólo seremos responsables de nosotros mismos(…) Por lo demás, en el fondo no tenemos grandes razones para lamentarnos de que esos petits grands hommes (4) nos huyan; pues, ¿no nos hemos pasado tanto y tantos años aparentando que Fulano y Mengano eran de nuestro partido cuando en realidad no teníamos partido alguno, y gente a quienes tratábamos como si fuesen del nuestro, oficialmente al menos ignoraban hasta los primeros rudimentos de nuestros trabajos?
El destino de los revolucionarios verdaderos es ese:
soledad, incomprensiones, y en tanto seres humanos, sufrir en ocasiones de un
escepticismo lacerante. Cuando sostienen este diálogo, Europa languidecía
tranquila, y para ellos la revolución se demoraba más de lo previsto.
Las
aguas comienzan un vaivén premonitorio: en 1856 estalla la Guerra de Crimea; en
el año 1857 una nueva crisis económica internacional; en ese propio año el
pueblo hindú se rebela contra Inglaterra; en el 1859 se produce la guerra de
Francia e Italia contra Austria; en el 1865 empieza la guerra civil en Estados Unidos; en 1864 se subleva el reino de Polonia contra la dominación zarista y
Prusia y Austria rompen hostilidades contra Dinamarca.
El toque de a degüello llama a los gigantes. No se
resisten. Jinetes briosos de la historia desean cabalgar de nuevo: el 28 de
septiembre de 1864, en Londres,se celebra la Asamblea Constituyente de la
Asociación Obrera Internacional —La Primera Internacional. Marx, iluso,
pretendió trabajar entre bastidores. Pronto, junto a Engels, pasó a ser el
vórtice de la organización.
Aglutinaron en torno al partido lo más valioso de los
movimientos revolucionarios. Escribieron textos trascendentes, sostuvieron
polémicas, extensas e intensas, contra los que pretendían desvirtuar las funciones
de La Internacional. En 1871, al calor de la Comuna de París, el partido
multinacional desempeña su papel: primero, de apoyo a los comuneros, luego
brindándoles refugio.
Dos de los defensores de la capital gala, Frankel y
Varlin, le escriben a Marx solicitándole orientación.
En
su respuesta —13 de mayo— se cuida del tono, es comedido y cauto, él sabe que
no debe dejar el más mínimo sabor a tutelaje:
He hablado con el portador. ¿No sería conveniente poner en
lugar seguro los papeles, que tanto pueden comprometer a los canallas de
Versalles? Nunca está de más tomar todas las precauciones. Me
escriben de Burdeos que en las últimas elecciones municipales salieron elegidos
cuatro de la Internacional.
En provincias empieza a sentirse inquietud. Desgraciadamente, su acción está localizada y tiene carácter pacífico. Llevo escritas varios cientos de cartas abogando por la causa de ustedes a todos los rincones del mundo con que tenemos relaciones. Por lo demás, la clase obrera ha mostrado desde el primer momento sus entusiasmos por la Comuna. Hasta los periódicos burgueses de Inglaterra han depuesto su actitud resueltamente hostil que adoptaron al principio. De vez en cuando,he conseguido deslizar en sus columnas un artículo favorable. A mí me parece que la Comuna desperdicia mucho tiempo en pequeñeces y disputas personales. Se ve que andan por medio más manos que las de los obreros. Pero todo esto no tendría la menor importancia, si consiguieran ustedes ganar el tiempo perdido.
El
fracaso de la Comuna derivó hacia un nuevo auge de la reacción. El 6 de
septiembre de 1873 los delegados a la Internacional, reunidos en La Haya, deciden trasladar la sede de la organización hacia Nueva York. Marx y Engels
sabían que en aquellas condiciones ya no tenía razón de existir. Ambos se retiraron a sus trabajos científicos, esta vez, en el caso de Marx, para
siempre.
En
1860, en una carta a Freiligrath, había expresado:
Bien es verdad que las tempestades remueven el fango, que ningún partido revolucionario huele a agua de rosas, que, en cierto momento se acopia toda clase de desechos, Aut, aut (5). Por lo demás, cuando se piensa en los gigantescos esfuerzos dirigidos contra nosotros por todo el mundo oficial que, para perdernos, no se contenta con rozar el código penal, sino que lo enmaraña completamente; cuando se piensa en las calumnias esparcidas por la “democracia de la imbecilidad”, que nunca ha podido perdonar a nuestro partido el tener más inteligencia y carácter que ella; cuando se conoce la historia contemporánea de todos los demás partidos, y cuando, en fin, uno se pregunta qué se podrá realmente reprochar al partido entero (y no son las infamias de un Vogt o de un Tellering, que se pueden refutar ante los tribunales), se llegará a la conclusión de que el partido, en este siglo XIX, se distingue por su limpieza (…)He expresado mi opinión y espero que la compartas en lo esencial. He intentado también disipar el malentendido sobre el “partido”; como si por este término se entendiera una Liga desaparecida desde hace ocho años o una redacción de periódico disuelta hace doce años. Por partido, yo entendía el partido en el gran sentido histórico de la palabra.
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