Por: Noam Chomsky
Las relaciones entre Estados Unidos y el resto
de los países se remontan, lógicamente, al origen de la historia
norteamericana, pero la Segunda Guerra
Mundial marcó una línea divisoria decisiva, de manera que empezaremos en ese
punto.
Mientras que la mayoría de nuestros rivales
industriales fueron gravemente debilitados o totalmente destruidos por la
guerra, Estados Unidos se benefició enormemente de ella. Nuestro territorio
nunca sufrió un ataque directo, y al mismo tiempo la producción se multiplicó por tres.
Incluso antes de la guerra, Estados Unidos ya
era de lejos la primera potencia industrial del planeta, y lo era desde
principios de siglo. Poseía el 50% de la riqueza mundial y controlaba ambas
orillas de ambos océanos. Nunca había habido una potencia tan poderosa y con
tal control del mundo.
La elite que dictaba la política norteamericana
era consciente de que el nuevo EEUU que surgiría de la Guerra se iba a
convertir en la primera potencia global del planeta, y ya durante la guerra e inmediatamente
después de ella planificaron cuidadosamente el diseño del paisaje de la
posguerra. Ya que estamos en una sociedad abierta, podemos estudiar sus planes,
que, por otra parte, eran claros y
diáfanos.
Los políticos norteamericanos, desde los del
Departamento de Estado a los del Consejo de Política Exterior -uno de los
canales de mayor influencia de los intereses económicos en la determinación de
la política exterior-, estaban de acuerdo en que el dominio de Estados Unidos
debía mantenerse. Pero había un amplio espectro de opiniones diversas sobre cómo
conseguirlo.
En un extremo tenemos documentos como el
Memorándum nº 68 del Consejo de Seguridad Nacional de 1950. En él se
desarrollan las ideas del secretario de Estado Dean Acheson y fue redactado por
Paul Nitze, un personaje aún presente en la política. Fue uno de los
negociadores del Tratado sobre el Control Armamenfistico auspiciado por Reagan.
El documento nº 68 clamaba por una «estrategia de reducción de precios» que
«sembrara las semillas de la destrucción dentro del sistema soviético», de manera que pudiera
negociarse un acuerdo en nuestros propios términos «con la Unión Soviética o
con el Estado o Estados que la sucedieran».
La política recomendada por el documento 68
podría requerir «sacrificios y disciplina» en el mismo Estados Unidos,
es decir, grandes gastos militares y severas restricciones, a su vez, en gastos
sociales. También sería necesario acabar con el «exceso de tolerancia»
que permite cierto grado de disensión interna.
Este tipo de política consiguió buenos
resultados. En 1949 el espionaje norteamericano en la Europa Oriental era
dirigido por Reinhard Gehien, que
anteriormente había encabezado el servicio de inteligencia nazi en el frente
oriental. Esta red formaba parte de la alianza nazi-norteamericana que rápidamente
absorbió a muchos de los peores criminales de guerra, y que extendió el campo
de sus operaciones a Latinoamérica y al resto del mundo.
Sus operaciones incluían un «ejército
secreto» potenciado por la alianza anteriormente aludida, que facilitó
armas y agentes a pequeños ejércitos creados por Hitler, que seguían operando
dentro de la Unión Soviética y de los países de Europa Oriental, durante los primeros
años de la década de los cincuenta.
(Este asunto es bien conocido en EEUU, pero
considerado insignificante, aunque habría que ver las ampollas que hubiera
levantado el hecho, por poner un ejemplo, de que la Unión Soviética hubiera proporcionado
armas y agentes a un ejército creado por Hitier en las montañas Rocosas).
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